Las Navidades anteriores, los padres de Paula le habían regalado una caja de herramientas para mujeres con un martillo, unos alicates y un juego de destornilladores, todos con mangos de color rosa fucsia y lila. Eran más pequeños de lo normal, aunque a Paula le habían servido para hacer reparaciones menores sin tener que pedir ayuda a su casero.
Pedro no podía imaginar que, en su pasión amorosa, iban a romper la puerta del cuarto de baño; y que, cuando quisiera arreglarla, tendría que trabajar con unas herramientas poco menos que inútiles.
—Necesitas herramientas de verdad —gruñó mientras metía la puerta en sus goznes—. Y una puerta nueva… Anda, pásame el martillo.
Cuando ella se inclinó para alcanzar el martillo, sintió dolor en todos sus músculos. No estaba acostumbrada al nivel de actividad física de la noche anterior.
Ni de la mañana anterior.
Ni de esa misma tarde.
—A mi puerta no le pasaba nada hasta que tú la has roto.
—¿Ah, sí? ¿Quién ha saltado sobre quién cuando estábamos en la ducha?
Ella se encogió de hombros.
—Sí, vale, he sido yo; pero lo de la puerta ha sido culpa de tu exuberancia. Si necesito una puerta nueva, la pagarás tú.
—Trato hecho.
Pedro se apartó de la puerta y la miró. No cerraba bien.
—Sigue estropeada, Pedro…
—Ya lo sé, pero he decidido que arreglarla no merece la pena. Compraré una nueva y me encargaré de que un carpintero la instale mañana por la mañana.
—Pedro… —dijo en tono de advertencia.
Pedro no le hizo el menor caso. Se acercó a ella por detrás y le pasó los brazos alrededor del cuerpo.
—Será mejor que aceptes lo del carpintero, Paula, porque el día no ha terminado. Si seguimos así, todavía podemos romper más cosas. Ya hemos destrozado una mesita, una puerta…
Los dedos de Pedro juguetearon con la camiseta ancha que Paula se había puesto después de que rompieran la puerta. Ella echó la cabeza hacia atrás y él le acarició un pezón mientras bajaba la otra mano a la entrepierna.
En ese momento, el mundo de Paula se reducía a Pedro.
Era lo único que le parecía real, lo único que necesitaba.
Sabía que pisaba un terreno peligroso, pero no
quería pensar en otra cosa; porque, si empezaba a pensar en lo que estaba sintiendo, se arrepentiría.
Se sentía tan bien y en tantos sentidos, que tenía miedo. No tanto como para pedirle que se marchara, pero el suficiente para preocuparla.
Desgraciadamente para ella, los muebles de su desvencijado apartamento no eran lo único que corría peligro.
* * *
Habían estado charlando y tomando café después de comer, pero la conversación estuvo salpicada de silencios incómodos que anunciaban la despedida. En realidad, Paula lo imaginaba desde primera hora de la mañana, cuando dejó preparando una frittata para desayunar y, como en los viejos tiempos, la frittata se quemó porque Pedro aprovechó para seducirla.
Sin embargo, Paula estaba preparada.
Ya no era como en los viejos tiempos; aquélla era una situación nueva, completamente distinta.
—Tendré que irme pronto.
Paula asintió.
—Lo sé.
—Mañana tengo un programa en Cincinnati y mi vuelo despega…
—No pasa nada, Pedro. Tú tienes una vida y yo tengo otra. De hecho, debería volver a ella; voy retrasada con el trabajo.
Ella se levantó y recogió las tazas. Pedro la siguió a la cocina.
—Además, me temo que voy a tener una semana bastante complicada —continuó él.
Paula pensó que era una excusa, pero lo disimuló. O al menos, intentó disimularlo.
—Lo comprendo. Pero no te olvides de llamar al carpintero —dijo con tristeza.
Pedro frunció el ceño.
—¿Qué ocurre, Paula?
—Pedro, comprendo que estés ocupado, pero no tienes que darme explicaciones. Solo intentaba decirte que no espero nada de ti… salvo el carpintero, claro.
—¿Seguro?
—El fin de semana ha sido magnífico, pero los dos sabemos que no significa nada.
Pedro la miró con seriedad, como si le hubiera ofendido.
—Paula, solo intentaba decir que voy a estar muy ocupado todos los días; pero si quieres, podemos quedar de noche, cuando termine el programa.
Paula se sintió ridícula por haber dudado de él.
—Ah…
—Y por cierto, yo no me arrepiento de lo que ha pasado entre nosotros. ¿Tú sí?
—No, yo tampoco me arrepiento.
—Entonces, ¿qué te parece si cenamos mañana?
—Me parece bien.
Pedro se acercó a ella y la besó en los labios.
—Me gustaría quedarme contigo…
—Y a mí que te quedaras.
Él le guiñó un ojo y declaró:
—Te llamaré después. Lo digo en serio.
Un minuto después, se había marchado.
De repente, el piso se quedó terriblemente vacío. En ausencia de Pedro, todas las habitaciones parecían más grandes que nunca; y la casa, en silencio, parecía retener el eco de su voz.
Paula entró en su dormitorio y contempló el desastre que habían causado: la puerta del cuarto de baño estaba rota y la pantalla de la lamparita se había abombado cuando la tiraron al suelo.
Se tumbó en la cama y pensó en lo sucedido.
El aroma de Pedro seguía en las sábanas. Paula lo aspiró y se preguntó cómo podría concentrarse en sus problemas cuando no hacía otra cosa que pensar en él.
Había sido una semana de locura. Como en el pasado, su exmarido le había cambiado la vida por completo.
Pero debía reconocer que vivir con Pedro era cualquier cosa menos aburrida. En comparación, sus años anteriores le parecieron increíblemente grises. Se había concentrado tanto en su carrera que había dejado de disfrutar de las cosas. Y la reaparición de Pedro lo había cambiado todo.
Pensó que debía levantarse y hacer algo. Trabajar en los artículos de psicología que retrasaba siempre. Limpiar la cocina. Arreglar la lamparita. Cualquier cosa menos quedarse allí, obsesionándose un poco más.
El destino podía ser verdaderamente extraño. Cuando ya pensaba que su vida estaba encarrilada, aparecía Pedro y demostraba lo contrario.
No era una situación ideal; de hecho, ni siquiera había albergado la fantasía de volver con su exmarido; y si la hubiera albergado, no habría sido en esas condiciones. Pero sabía que la nueva situación estaba llena de posibilidades.
De las posibilidades que surgían de los cambios.
Sin embargo, había tantos cambios y tantas posibilidades que la cabeza le daba vueltas. O más bien, el corazón.
Porque todas esas posibilidades podían quedar en nada, en otra desilusión dolorosa.
Pero también cabía la opción contraria.
Miró a su alrededor otra vez y se preguntó si el mobiliario de su piso resistiría la aventura de estar con Pedro
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