sábado, 7 de febrero de 2015

CAPITULO 14



Las palabras de Pedro, que había empezado a acariciarle la cara interior de los muslos, la excitaron un poco más. Paula se dijo por enésima vez que debía alejarse de él, pero el mensaje no llegó a sus piernas; de hecho, las sintió tan repentinamente débiles que se tuvo que apoyar en sus hombros para mantener el equilibrio.


—Esto no es deseo —dijo ella, sin saber si se lo decía a él o a sí misma.


Pedro la besó en el cuello y afirmó:
—Tienes razón, no es deseo. Es necesidad.


Él llevó las manos a su cabeza, la bajó un poco y la besó en los labios. En el momento en que sintió el contacto de su lengua, Paula se supo perdida.


A pesar del tiempo transcurrido, reconocía su sabor y su textura. El cuerpo de Paula reaccionaba sin reservas, ansioso por recibir el placer de sus caricias. Pedro la besó con una ternura sorprendente y, a continuación, apartó las manos de su cara y las llevó al dobladillo de la camiseta, que le quitó con un movimiento rápido.


Mientras la miraba a los ojos, le acarició los pechos por encima del sostén.


Paula pensó que aquello no podía ser real. Y cuando oyó el clic de los corchetes del sujetador al soltarse, pensó que se arrepentiría.


Sin embargo, se arqueó contra él y le ofreció sus pezones, que Pedro succionó. El placer fue tan intenso que Paula dejó de pensar en las repercusiones posibles y le empezó a desabrochar la camisa.


De repente, Pedro se levantó y la llevó hacia el dormitorio. 



* * *


Era consciente de que los sucesos de los últimos días los habían arrastrado irremediablemente a ese momento. Pero no le importaba; quería sentir la piel de Paula, quería impregnarse de su aroma y volver a probar su cuerpo.


La cama estaba tan desordenada, con las sábanas arrugadas y la colcha medio caída en el suelo. Pedro pensó que algunas cosas no cambiaban nunca.


Se tumbó sobre ella y la besó. Después, se apartó lo necesario para quitarle el resto de la ropa y la miró con asombro.


En el lado derecho de la cadera tenía una mariposa.


Se había hecho un tatuaje; un tatuaje precioso, cuyos colores contrastaban vivamente con su tono claro de piel.


Pedro acarició las alas de la mariposa. Paula soltó un gemido de placer y llevó las manos a los vaqueros de su exmarido, para desabrochárselos.


Segundos más tarde, los dos estaban completamente desnudos.


Paula llevó una mano a su sexo y le empezó a masturbar con toda la maestría que había acumulado durante sus años de matrimonio. Pedro cerró los ojos y la dejó hacer, pero tardó poco en apartarse.


Quería verla entera.


Aunque los años la habían cambiado, su cuerpo le resultaba tan familiar como si no hubiera transcurrido un solo minuto. 


Reconocía la línea de pecas entre sus pechos, la curva de su cintura, la larga y suave recta de sus muslos.


Todo le parecía nuevo y conocido a la vez.


Al mirarla, se acordó de su primer día. Paula ya había tenido experiencias sexuales, pero mantenía una timidez que, al desaparecer con la confianza, le mostró una mujer desinhibida y muy apasionada.


Pasaron días enteros en la cama, haciendo el amor.


Sin embargo, la mujer que lo miraba en aquel instante ya no era la misma. Era una Paula diferente, que ardía en deseos de volver a conocer.


—Me estás volviendo loca…


—Esa era la idea.


Paula sonrió.


—Tócame, Pedro.


—Ya te estoy tocando…


Él la acarició de nuevo y ella volvió a gemir.


Pedro


—Dime, ¿cómo quieres que te toque? ¿Así?


Cuando sintió su mano entre las piernas, Paula se estremeció.


—¡Pedro! —exclamó, completamente dominada por el deseo.


Pedro le acarició el clítoris con suavidad, una y otra vez, hasta que decidió ir más lejos e introdujo un dedo en su sexo.


Paula empezó a sentir las ráfagas del orgasmo que se acercaba. Estaba cerca, muy cerca del abismo. Pero no quería arrojarse a él en soledad. No después de tanto tiempo.


Quería alcanzarlo con él.


Pedro —susurró.


Él pareció entender su petición, porque dejó de masturbarla y le separó los muslos.


Paula lo miró a los ojos, pero apartó la vista enseguida; la visión de Pedro era tan poderosa que le estremecía el corazón. Y solo quería disfrutar del momento.


Cuando la penetró, ella dejó de pensar.


Ya no veía ni oía nada, salvo la respiración acelerada de Pedro. En algún momento, en mitad de su orgasmo, él susurró su nombre y alcanzó el clímax.


Después, la besó en la boca y la acompañó en el placer durante sus últimas oleadas.




* * *


Poco a poco, el deseo se fue apagando; pero Paula no tenía ninguna prisa. No quería afrontar los pensamientos que se acumulaban en las fronteras de su conciencia, con toda su carga de culpabilidad. No quería destrozar el presente. 


Quería disfrutarlo tanto y durante tanto tiempo como fuera posible.


Por fin, Pedro le susurró al oído:
—Bonito tatuaje.


Ella sonrió.


—Gracias. Dolió mucho cuando me lo hicieron, pero me encanta.


—Nunca imaginé que fueras capaz de hacerte un tatuaje —le confesó—. En aquella época eras tan…


—¿Pacata? —preguntó ella, sin dejar de sonreír—. Sí, supongo que lo era: pero cambié. Cuando me mudé a Albany, descubrí que el novio de mi compañera de piso se dedicaba a hacer tatuajes. Le dije que quería uno y curiosamente, él intentó convencerme para que lo olvidara. Pero me empeñé.


—Pues era un tipo con mucho talento.


—Es verdad. Si estás pensando en hacerte uno, te daré su nombre y su número de teléfono. El viaje a Albany merecería la pena.


Pedro sacudió la cabeza.


—No, gracias. Detesto que me hagan daño.


—Yo me lo hice en la cadera porque es una zona que mis pacientes no suelen ver —declaró con humor—. Ten en cuenta que son muy conservadores… si ven a un psicólogo con un tatuaje, piensan que es poco profesional.


—¿Y por qué te hiciste una mariposa? Tampoco sabía que te gustaran.


—Bueno… me pareció lo más apropiado.


—¿Lo más apropiado?


Ella dudó antes de contestar.


—Había pasado un año desde….


—¿Desde nuestro divorcio?


Paula asintió.


—Sí, en efecto. Me acababa de mudar a Albany y me sentía como si estuviera empezando una vida nueva de verdad. En los doce meses anteriores había cambiado tanto que ya no me sentía la misma persona.


Pedro volvió a asentir.


—Te habías transformado —afirmó—. Como una mariposa.


—Sé que la imagen es un cliché, pero me pareció oportuna. Keith, el novio de mi amiga, lo entendió muy bien. Para entonces nos conocíamos bastante y sabía en qué punto me encontraba. Me había transformado en mariposa, pero aún no podía volar. Por eso la dibujó así, como si estuviera a punto de alzar el vuelo… es una metáfora de las posibilidades que encierra el cambio.


Pedro rio.


—Eso ha sonado a basura psicologista —bromeó.


Ella le dio un codazo leve, pero soltó una risotada. Y de repente, él se puso serio.


—Aunque no lo creas, nunca tuve intención de ser un obstáculo en tu vida.


—Lo sé, Pedro.


Pedro frunció el ceño como si no la creyera y ella se sintió obligada a explicarse.


—Ahora lo sé, Pedro —puntualizó—. El tiempo me ha dado perspectiva con las cosas. Y a pesar de las cosas que he dicho últimamente, no te hago responsable de lo que pasó entre nosotros. Yo también cometí errores.


—La locura y el orgullo de la juventud…


—Vaya, no sabía que fueras tan poético —ironizó.


—Lo soy mucho más de lo que piensas, Pau. Soy abogado. El idioma es importante en mi trabajo.


Ella sacudió la cabeza y suspiró.


—¿Sabes que eres la persona más arrogante que he conocido?


Pedro sonrió.


—Gracias, Paula.


—No tienes remedio, Pedro Alfonso. ¿Qué voy a hacer contigo?


—Bueno, eso depende… ¿cuándo te marchas?


Ella lo miró con desconcierto.


—¿Marcharme?


—Sí, de vacaciones.


—¿De dónde has sacado que me voy de vacaciones?


—La otra noche dijiste que tenías que hacer el equipaje para irte a Canadá —respondió.


Paula soltó una risita.


—Ah, te refieres a eso… No, no es que me vaya de vacaciones; es que empezaba a pensar que cambiarme el nombre y mudarme a Canadá era la única forma de salir del lío en el que estoy metida.


—¿En serio?


—Totalmente.


—¿No te parece un poco exagerado?


—En absoluto.


Súbitamente, Pedro la tumbó de espaldas y le alzó los brazos por encima de la cabeza. Paula se excitó de inmediato.


—Si no te vas a ninguna parte, creo que yo tampoco me iré.


Ella se mantuvo en silencio.


—Tenemos todo un fin de semana por delante —continuó Pedro.


Paula sintió pánico durante unos segundos.


No había previsto aquella situación; ni por supuesto, pasar un fin de semana con su ex. Pero en sus palabras siguientes no hubo ni una sombra de duda.


—Magnífico, porque no tenía ningún plan.


Pedro sonrió.


—En efecto, no lo tenías. Pero ahora lo tienes.






CAPITULO 13



En cuanto Pedro se presentó en su casa, ella supo que de su visita no podía salir nada bueno. Había pasado todo el día convenciéndose de que debía olvidar el pasado y concentrarse en su futuro; pero la posibilidad de cerrarle la puerta en las narices era tan impensable como la de que, de repente, le crecieran alas y pudiera volar.


Pedro tenía un poder casi mágico sobre ella. Paula había pensado que ese poder había desaparecido cuando se divorciaron, pero los sucesos de los días anteriores le habían demostrado su equivocación. Incluso los últimos cinco minutos habrían bastado para demostrarlo.


Y ahora, Pedro estaba en el salón, llenando todo el espacio y dejándola tan descentrada y tan consciente de su presencia que hasta pudo sentir la intensidad de su mirada mientras recogía los restos de la mesita.


Alcanzó una de las patas y la examinó.


No tenía interés real por ella, pero le pareció que la mesita era una excusa perfecta para desviar la atención de su exmarido, ganar un poco de tiempo y recuperar el control de sus propias emociones.


—El piso estaba completamente amueblado cuando me mudé. La mesita era del casero… Me pregunto cuánto me va a cobrar por ella.


—Yo la pagaré. Paula…


—No, no te preocupes. Seguro que puedo encontrar una parecida por menos de dos dólares —dijo a toda prisa.


No sabía qué hacer. Notaba la energía de Pedro y sentía la necesidad de tocarlo. Además, sabía que él sentía lo mismo. El ambiente se había cargado de electricidad y se había vuelto repentinamente denso.


—Pau…


Su voz ronca le causó un escalofrío de placer. Fue como si hubiera arrojado gasolina a su fuego interno. Pero se dijo que no era posible, que no podía ser, que ya tenía suficientes problemas como para buscarse otro.


Cuando se incorporó, se dio cuenta de que sus piernas apenas la sostenían.


Pedro, yo… yo…


—¿Sí?


Paula carraspeó y lo intentó otra vez.


—Te agradezco la oferta.


—¿A qué te refieres? ¿A la mesa? ¿O al programa?


—Al programa de radio. Sé que tus intenciones son buenas, pero creo que tenías razón al decir que el tiempo es lo único que puede solucionar mi problema. Será mejor que espere a que los medios se olviden de mí.


Él asintió.


—Sí, supongo que es la decisión más sensata.


—Sí, por supuesto… —dijo ella, haciendo verdaderos esfuerzos por refrenar su deseo—. En fin, debo volver al trabajo.


Pedro se levantó.


—Entonces, me marcharé. No te quiero molestar.


—Gracias, Pedro.


—Pero si cambias de idea…


—No cambiaré —afirmó.


Él sonrió levemente.


—Me refería a lo del programa…


Ella se estremeció una vez más.


—Si cambio de idea, te lo haré saber. ¿De acuerdo?


—De acuerdo. Adiós, Paula.


—Adiós.


Paula lo acompañó a la puerta, la cerró y echó todos los cerrojos. Después, se dirigió al dormitorio y se tumbó en la cama.


Se sentía disgustada, humillada y avergonzada; pero por debajo de esas emociones, estaba ardiendo de deseo.


Por Pedro.


Se recordó que era una mujer adulta, no una adolescente fácilmente dominable por sus hormonas. Pero en realidad, ése era el problema. Paula era una mujer adulta y recordaba las maravillas que Pedro era capaz de hacer.


Su cuerpo quería que lo llamara de inmediato. Quería arrojarse sobre él y sentir sus manos en la piel. Pedro era un amante tan generoso como insaciable.


Sin embargo, Paula sabía que Pedro también era un peligro para su estabilidad emocional. La atracción que sentía por su ex era mucho más que una atracción física, una simple reacción química combinada con los recuerdos del pasado.


Respiró hondo, pero no sirvió de nada. Se concentró en su rabia y en su frustración, en un intento de conseguir que se impusieran al deseo, pero no sirvió de nada.


Por fin, soltó un suspiro de disgusto, se levantó de la cama y caminó hacia el cuarto de baño. Aún tenía el truco más viejo de todos.


Aprende de tus errores.



***


Pedro se lo había repetido mil veces a sus oyentes, así que él debía saberlo mejor que nadie. Solo por eso, ya no tenía excusa para lo sucedido. Si Paula no se hubiera asustado y lo hubiera echado prácticamente del piso, se habría acostado con ella.


Sin embargo, eso no era lo peor. Aunque sabía que acostarse con Paula era un error, también sabía que no se habría arrepentido.


Ya no se podía engañar. No recordaba qué excusas se había dado a sí mismo para presentarse en su piso, pero ahora era obvio que, de forma inconsciente, había ido a verla porque la deseaba.


Mantener una relación sexual con ella era lo más estúpido que se le había ocurrido en mucho tiempo, pero la conciencia de ese hecho no aliviaba su erección ni difuminaba las imágenes eróticas que asaltaban sus pensamientos.


Entre la una y las otras, se estaba volviendo loco.


Ni siquiera se podía aferrar a la justificación, también indiscutible, de que se sentía culpable por ser responsable indirecto de la situación de su ex y de que quería ayudarla. 


Al fin y al cabo, cualquier ser humano decente habría querido ayudar.


Pero aquello no tenía nada que ver con ser un ser humano decente. Aquello era, simplemente, deseo físico.


Además, se había dado cuenta de que Paula sentía lo mismo por él y de que no quería sentirlo. Probablemente, por los mismos motivos.


Miró la pantalla del ordenador y volvió a comprobar sus mensajes de correo.


Tenía muchas cosas que hacer, pero se conocía y sabía que ninguna de ellas habría captado su interés.


Habría dado cualquier cosa por volver al piso de Paula y explorar sus fantasías de bibliotecaria perversa.


O cualquier otra fantasía.


Al final, apagó el ordenador y se rindió. Después, sacudió la cabeza y se dijo que aquello era absurdo, que no tenía sentido, que no podían hacer el amor.


Pero lo iban a hacer. Estaba completamente seguro de ello. 


Y también lo estaba de que Paula era de la misma opinión.


Quizás, si se dejaban llevar y saciaban su deseo, lo expulsarían de sus cuerpos y podrían seguir con sus vidas.


Quizás fuera la solución que necesitaban.


Solo faltaba por saber si Paula estaba de acuerdo.



* * *


Paula volvió a mentir. Incluso se dijo que, si lo repetía lo suficiente, hasta ella misma terminaría por creerlo.


—Estoy bien, mamá; lo digo en serio.


—Bueno, si sirve para que te sientas mejor, te diré que estuviste magnífica en el programa de Pedro. Uno de estos días, te llamaré para contratar tus servicios profesionales.


Su madre se rio. Estaba de muy buen humor.


—Gracias, mamá. Pero por favor, no me digas que papá y tú tenéis problemas…


—No tenemos ningún problema que no se solucione por sí mismo cuando nos mudemos a Florida —afirmó.


—Juntos, espero…


—Por supuesto que sí, cariño. No te preocupes por nosotros. Llevamos tanto tiempo casados que el divorcio ya no es una opción. Puede que uno de estos días pierda la paciencia con él y lo asesine, pero no me divorciaré.


—Vale, pero no intentes asesinarlo. Si sientes la necesidad, llámame por teléfono y habla conmigo.


—Hablando de matar… ¿qué tal te va con Pedro?


—¿Qué quieres decir?


Su madre suspiró.


—Es obvio que has pasado algún tiempo con él; por lo menos, durante el programa. ¿Qué tal te fue?


—Bien, bien… —dijo con naturalidad—. Somos adultos y los dos hemos cambiado desde nuestro divorcio. Además, esto solo es un trabajo; es puramente profesional.


Su madre soltó una carcajada.


—Bueno, vale, reconozco que he tenido momentos mejores —continuó—. Además, tú misma has dicho que el programa fue un éxito. Eso es lo único que importa.


—Si tú lo dices…


—Pues claro que sí.


—¿Has oído su programa de esta mañana?


—¿Tú lo has oído?


—Naturalmente. Quería saber por dónde soplaba el viento —respondió—. Quería asegurarme de que no destruyera el trabajo que hiciste el otro día. Y por cierto… no lo ha hecho.


—Ya me lo imaginaba. A decir verdad, Pedro se está portando muy bien. Comprende mi situación e intenta ayudarme.


—¿Habéis hablado de lo vuestro…?


Paula se empezó a poner nerviosa. Tenía que quitarse a su madre de encima.


—Lo siento, mamá, pero están llamando a la puerta. ¿Puedo llamarte después?


—Por supuesto, cariño. Cuídate mucho.


—Hasta luego, mamá.


Paula cortó la comunicación y dejó el móvil en el sofá, antes de dirigirse a la cocina para servirse un café.


En realidad, no había llamado nadie; solo había sido una excusa para impedir que su madre la interrogara sobre su relación con Pedro. Pero el timbre de la puerta sonó un par de minutos después.


Cuando se acercó y echó un vistazo a la mirilla, se quedó helada.


Era él.


—Paula, sé que estás en casa. He oído tus pasos. Abre, por favor —dijo Pedro.


Paula maldijo su suerte.


—Venga, abre de una vez…


Ella respiró hondo y abrió.


—Hola…


—Hola, Pedro. ¿Qué llevas ahí…?


Pedro miró lo que llevaba en las manos.


—¿A ti que te parece? Es una mesa de café, por supuesto.


—Sí, ya sé lo que es, pero… ¿por qué tienes una mesita de café?


—Es para sustituir a la que se rompió ayer.


—No era necesario, Pedro.


—Quizás no, pero te agradecería que me invitaras a entrar. Más que nada, porque la mesa pesa más de lo que parece.


Ella se apartó al fin y le dejó entrar. Pedro se dirigió al salón y dejó la mesa en el lugar apropiado.


—Bueno, no pega con el sofá, pero es mejor que nada.


Paula cerró la puerta y se giró hacia él.


—Es muy bonita, Pedro, pero…


—No hay de qué —la interrumpió—. ¿Qué tal vas con tu trabajo?


La pregunta de Pedro la desconcertó.


Pedro… ¿a qué viene esto?


Él frunció el ceño.


—No te entiendo. Solo es un regalo, nada más. ¿Por qué miras de esa forma?


—Porque te has presentado en mi casa con una mesita de café y no sé qué diablos pretendes. Es normal que me confunda.


Pedro se encogió de hombros.


—No veo por qué…


Pedro


—Bueno, está bien, te diré la verdad. Me siento culpable por tu situación y quería hacer algo bueno por ti.


—De modo que me has comprado una mesa —dijo con escepticismo.


Pedro sonrió.


—Me pareció más adecuado y más práctico que un ramo de flores. A fin de cuentas, sabía que necesitabas una.


Paula rio.


—Eres un saco de sorpresas, Pedro.


Él pareció encantado con el comentario.


—Eso intento —dijo—. Bueno, ¿no me vas a invitar a que me siente?


Paula sabía que no debía invitarlo, pero le había hecho un regalo con buenas intenciones y no podía ser tan grosera con él.


—Por supuesto. Siéntate, por favor. ¿Te apetece beber algo?


—No, gracias.


Pedro se sentó, pero ella se quedó de pie.


—He oído tu programa de hoy —dijo ella, por dar conversación—. No se parece mucho al programa de la noche….


—Porque se dirige a un público distinto —comentó—. Pero supongo que no te habrá gustado.


Paula se encogió de hombros.


—Mi opinión carece de importancia. Es tu programa y son tus oyentes.


—¿Tú les dirías algo distinto?


—No necesariamente; si el divorcio es la opción más razonable para ellos, lo mejor que pueden hacer es ponerse en manos de un buen abogado. Pero algunas de las personas que te llaman tienen problemas que se podrían solucionar con métodos menos drásticos.


—Comprendo.


—De todas formas, ya he dicho que es tu programa. Y es evidente que tiene mucho éxito… mis objeciones son lo de menos.


Pedro la miró con sorpresa.


—Vaya, si estás tan agradable conmigo por una simple mesita, ¿qué harías si aparezco con un sofá? —bromeó.


—No aparezcas en mi casa con un sofá, Pedro Alfonso —le advirtió—. Ni con ningún otro mueble, grande o pequeño.


Pedro le guiñó un ojo.


—Ah, vaya, ¿los muebles son el problema? Pensé que el problema sería yo.


—Bueno, sí… es que no te esperaba, Pedro. Y mucho menos con una mesa.


Pedro rio.


—Pero ahora que lo pienso, ¿qué haces en mi casa a estas horas? —continuó ella—. ¿No tienes trabajo que hacer?


Pedro se recostó en el sofá y apoyó los pies en la mesita nueva.


—Sí, pero también tengo un montón de empleados que me pueden sustituir. Si me necesitan, me llamarán —respondió—. Me pareció que te vendría bien un poco de compañía. 
Estás muy sola, Paula.


—A algunas personas nos gusta la soledad. Es buena para pensar y para hacer cosas que normalmente no harías —alegó.


—Excelente, porque tenía intención de invitarte a cenar.


—No, gracias.


—¿Por qué no? Salir a cenar conmigo es algo que normalmente no harías.


Ella lo miró con desconfianza.


—Dime la verdad, Pedro. ¿Qué haces aquí?


Paula lamentó habérselo preguntado. Los ojos de Pedro brillaron de un modo tan intenso que supo la respuesta de inmediato.


Quiso sentirse insultada, pero no pudo. Su cuerpo se excitó.


—Maldita sea, Pedro


Él le dedicó una sonrisa increíblemente sensual.


—Ven aquí, Pau.


Pedro puso los pies en el suelo y la agarró de la muñeca y tiró hacia él. Paula se estremeció, dominada por la corriente eléctrica que fluía entre ellos.


La noche anterior había sido fuerte. Se había resistido al deseo y había echado a Pedro de su casa. Pero más tarde, se había arrepentido.


Hoy podía tomar una decisión distinta.


Dio otro paso hacia su ex. Seguía de pie, pero ahora estaba entre sus piernas, con los pechos a la altura de su cara. Y los pezones se le endurecieron.


Pedro le soltó la muñeca y cerró las manos sobre sus caderas.


Pedro… —dijo en un susurro—. Pedro, no estoy segura de que sea una buena idea.


La voz de Pedro sonó ronca y llena de necesidad.


—Es una idea excelente. Estábamos condenados a esto desde que te presentaste en la librería durante la presentación de mi libro. Te conozco, Pau. Sé que tú lo deseas tan desesperadamente como yo.