sábado, 7 de febrero de 2015
CAPITULO 12
Pedro no sabía por qué le molestaba tanto que Paula no le hubiera devuelto la llamada. Pero le molestaba mucho; más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Sabía que habría comprobado las llamadas telefónicas o que al menos se habría puesto en contacto con la clínica, donde sin duda alguna le habrían dado su mensaje.
Además, no podía creer que Paula lo estuviera castigando por lo ocurrido la noche anterior. Paula podía ser muchas cosas, pero nunca había sido rencorosa.
Al final, se cansó de esperar y se dirigió a su domicilio.
Necesitaba hablar con ella. La idea de Andy podía ser beneficiosa para todos.
Cuando llegó al edificio, buscó su piso en el buzón y llamó a su puerta. La luz del día no mejoraba el aspecto del lugar; bien al contrario, le pareció más destartalado y decadente que la noche anterior.
Paula apareció unos segundos después.
—¿Qué diablos quieres, Pedro?
Pedro se disponía a responder con un tono igualmente desabrido cuando se fijó en su aspecto. Se había recogido el cabello con un lapicero. Llevaba unas gafas de leer y su cara, sin asomo de maquillaje, le pareció increíblemente bella. Siempre le había gustado el contraste entre las pecas de su nariz y sus pómulos y la claridad del resto de su piel.
—¿Y bien? ¿Qué quieres? —insistió.
Pedro carraspeó e intentó concentrarse.
—Te he llamado varias veces, pero no respondes.
—Eso ya lo sé.
—¿Y?
Ella se cruzó de brazos.
—Y nada. ¿Es que no entiendes una indirecta? No quiero hablar contigo.
—Pero yo necesito hablar contigo.
Paula arqueó las cejas.
—Ah, claro; ahora resulta que debo someter mis decisiones a tus necesidades. ¿Por qué? ¿Porque tú eres el gran Pedro Alfonso y yo no soy nadie?
Pedro sacudió la cabeza.
—No, ni mucho menos. Quería hablar contigo porque tengo una propuesta que puede ser beneficiosa para ti.
—No estoy interesada.
—Pero si todavía no sabes qué es… ¿Es que no sientes curiosidad?
Ella suspiró y se quitó las gafas.
—Está bien. Pasa.
Paula se dio la vuelta y entró en el piso. Pedro la siguió y aprovechó la ocasión para disfrutar de la vista de su trasero. Al llegar al sofá del salón, ella retiró los libros que lo ocupaban y le invitó a sentarse.
—¿Quieres beber algo? ¿Un refresco? ¿Agua?
—No tengo sed, gracias.
Pedro se sentó y echó un vistazo al lugar. Era verdaderamente deprimente. La pintura de las paredes se había oscurecido con el paso de los años, y aunque ella la había decorado con cuadros y muebles alegres, su aspecto era irremediablemente triste.
Paula debió de adivinar sus pensamientos, porque comentó:
—Sí, ya lo sé, este sitio es un desastre. Pero es barato, está limpio y, sobre todo, es temporal —afirmó.
—No sabía que estuvieras de interina en tu trabajo. ¿Cuándo podrás ejercer como profesional? —preguntó él.
—Dentro de tres o cuatro meses, cuando tenga las horas de experiencia que se necesitan. Tendré que hacer un examen, pero lo aprobaré.
—Te veo muy segura de ti misma.
Ella se encogió de hombros y se sentó.
—¿Por qué no lo iba a estar? Soy muy buena en mi trabajo —sentenció—. Pero estoy esperando a que me hables de esa propuesta.
Pedro la miró a los ojos y asintió.
—Anoche tuviste un éxito rotundo.
—Oh, vamos…
—Lo digo muy en serio. Los oyentes y los directivos de la emisora se quedaron encantados contigo. Te has vuelto muy popular.
—Si tú lo dices…
Paula no parecía muy contenta con su éxito en las ondas.
—Es evidente que necesitas más ingresos. Y resulta que yo te puedo poner en contacto con la gente que podría transformar tu popularidad en dinero.
—¿Y qué tendría que hacer?
—Ser lo que eres. Ser la doctora Paula.
Ella empezó a comprender su propuesta.
—No, gracias.
—¿Por qué no dejas que termine? Aún no lo sabes todo.
—Ni necesito saberlo. Solo quiero que los medios me dejen en paz.
—Es un negocio muy lucrativo —observó.
—Pero no es real. No puedes solucionar los problemas de la gente con consultas radiofónicas de diez minutos. Además, la gente que llama a tu programa no lo hace porque necesite ayuda de verdad… buscan soluciones rápidas, y me temo que en estos casos no hay soluciones rápidas. Lo siento, Pedro, pero no me interesa.
—Deberías analizarlo desde otro punto de vista. Si estás en los medios, tu nombre se hará famoso y podrás ayudar a más gente cuando dejes de ser interina. La fama puede ser muy útil. Lo sé por experiencia.
Paula sacudió la cabeza.
—No, Pedro. Los pacientes de verdad no se sienten atraídos por el ruido de los medios. De hecho, ocurre todo lo contrario; mi fama les asustaría porque tendrían miedo de que expusiera sus debilidades y sus problemas en público.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Seguir viviendo así? —preguntó, mirando a su alrededor.
—Al menos es una forma honrada de vivir. Al final, llegaré a donde quiero. Y no tendré que sacrificar mis principios.
El comentario de Paula molestó a Pedro.
—¿Crees que yo he sacrificado los míos?
Paula se inclinó hacia delante y cruzó las manos.
—¿Lo crees tú, Pedro? Esa es la pregunta relevante. ¿Te sientes cómodo con las decisiones que has tomado?
Él hizo un gesto de desdén.
—Oh, vamos, no me salgas con trucos de psicóloga. Si pretendes tumbarme en un diván para que te hable de mi relación emocional con mi madre, te equivocas de persona.
Ella suspiró.
—No necesito que me hables de tu madre. Ya la conozco —le recordó—. Seguro que se alegró mucho de que nos divorciáramos… ¿Qué tal está la vieja bruja?
La expresión de Pedro se volvió sombría.
—Falleció hace tres años.
Paula palideció.
—Oh, lo siento mucho… No sabía nada. ¿Qué pasó?
—Sufrió un infarto. Al final resultó que tenía corazón.
—Oh, Pedro…
—No te preocupes por mí, doctora Paula. Estoy bien.
—No te hablo como la doctora Paula, sino como tu exmujer. Si necesitas hablar, sabes que puedes contar conmigo.
Pedro asintió.
—No es necesario. Mi madre y yo habíamos hecho las paces cuando murió. Como ves, no necesito terapia.
—Me alegro mucho. Me alegro sinceramente.
—Gracias.
—¿Y tu padre? ¿Y tu hermana?
Él asintió otra vez.
—Están muy bien. De hecho, mi padre se mudó a Arizona para estar más cerca de Juana y de los niños.
Paula lo miró con sorpresa.
—¿Juana ha tenido hijos?
—Tres chicos.
—Vaya, salúdala de mi parte la próxima vez que la veas.
—Lo haré. Le caías bien. Creo que te ha echado de menos.
—Y yo a ella.
Pedro decidió que ya habían hablado demasiado de su vida.
Ahora le tocaba a él.
—¿Y tu familia? ¿Qué tal está?
—Bien, tan sanos y animados como siempre. Mi madre está empeñada en marcharse a vivir a Florida cuando se jubilen, pero todavía tiene que convencer a mi padre.
Pedro sonrió. Sabía que Miguel Chaves era un tipo duro de roer.
—Tu madre no se va a mudar al sur.
—Eso lo sabes tú y lo sé yo. Incluso es posible que mi madre también lo sepa, pero lo intentará de todas formas.
—Le deseo suerte.
Paula rio. Después, estiró las piernas y las apoyó en la mesita, que crujió como si estuviera a punto de colapsar.
—En cuanto a mi oferta…
—Ya te he dicho que no, Pedro. Seguro que conoces a muchas personas que estarán encantadas de sustituirme. Yo no me siento cómoda en la radio.
—No me engañas, Pau. Llevas la radio en la sangre. Lo haces tan bien que nadie creería que lo odias.
—Agradezco tu confianza, Pedro. Pero el hecho de que ya no sea tan tímida como antes no significa que quiera ser un personaje público.
De repente, Paula le puso una mano en el brazo. Pedro sabía que solo era un gesto amistoso, sin más implicaciones, pero se estremeció. Al fin y al cabo, era la primera vez en siete años que lo tocaba.
Al notar su reacción, Paula se ruborizó y quiso apartar la mano; pero él se lo impidió. Y después, cuando Pedro le acarició la piel con el pulgar, ella respondió del mismo modo y le acarició el brazo.
Pasaron unos segundos en silencio. Ninguno de los dos parecía capaz de romper el contacto. Paula pensó que aquello era absurdo, que no tenía sentido, pero sintió el deseo de sentarse sobre sus piernas.
—Pedro, yo… —susurró.
Pedro se inclinó hacia ella con intención de abrazarla.
Paula cerró los ojos, se mordió el labio inferior y se inclinó hacia él con intención parecida; pero al hacerlo, aumentó la presión sobre la vieja mesita.
El mueble se hundió de repente y ella perdió el equilibrio y terminó en el suelo.
—¿Te encuentras bien?
Paula le clavó sus grandes ojos azules. Todavía brillaban de deseo, pero el humor y la vergüenza por el traspiés ganaron la partida.
Cuando Pedro le ofreció una mano, ella la rechazó y se levantó sola.
—Pedro, tu influencia no podría ser más negativa. Cada vez que estamos juntos, se produce un desastre.
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