En cuanto Pedro se presentó en su casa, ella supo que de su visita no podía salir nada bueno. Había pasado todo el día convenciéndose de que debía olvidar el pasado y concentrarse en su futuro; pero la posibilidad de cerrarle la puerta en las narices era tan impensable como la de que, de repente, le crecieran alas y pudiera volar.
Pedro tenía un poder casi mágico sobre ella. Paula había pensado que ese poder había desaparecido cuando se divorciaron, pero los sucesos de los días anteriores le habían demostrado su equivocación. Incluso los últimos cinco minutos habrían bastado para demostrarlo.
Y ahora, Pedro estaba en el salón, llenando todo el espacio y dejándola tan descentrada y tan consciente de su presencia que hasta pudo sentir la intensidad de su mirada mientras recogía los restos de la mesita.
Alcanzó una de las patas y la examinó.
No tenía interés real por ella, pero le pareció que la mesita era una excusa perfecta para desviar la atención de su exmarido, ganar un poco de tiempo y recuperar el control de sus propias emociones.
—El piso estaba completamente amueblado cuando me mudé. La mesita era del casero… Me pregunto cuánto me va a cobrar por ella.
—Yo la pagaré. Paula…
—No, no te preocupes. Seguro que puedo encontrar una parecida por menos de dos dólares —dijo a toda prisa.
No sabía qué hacer. Notaba la energía de Pedro y sentía la necesidad de tocarlo. Además, sabía que él sentía lo mismo. El ambiente se había cargado de electricidad y se había vuelto repentinamente denso.
—Pau…
Su voz ronca le causó un escalofrío de placer. Fue como si hubiera arrojado gasolina a su fuego interno. Pero se dijo que no era posible, que no podía ser, que ya tenía suficientes problemas como para buscarse otro.
Cuando se incorporó, se dio cuenta de que sus piernas apenas la sostenían.
—Pedro, yo… yo…
—¿Sí?
Paula carraspeó y lo intentó otra vez.
—Te agradezco la oferta.
—¿A qué te refieres? ¿A la mesa? ¿O al programa?
—Al programa de radio. Sé que tus intenciones son buenas, pero creo que tenías razón al decir que el tiempo es lo único que puede solucionar mi problema. Será mejor que espere a que los medios se olviden de mí.
Él asintió.
—Sí, supongo que es la decisión más sensata.
—Sí, por supuesto… —dijo ella, haciendo verdaderos esfuerzos por refrenar su deseo—. En fin, debo volver al trabajo.
Pedro se levantó.
—Entonces, me marcharé. No te quiero molestar.
—Gracias, Pedro.
—Pero si cambias de idea…
—No cambiaré —afirmó.
Él sonrió levemente.
—Me refería a lo del programa…
Ella se estremeció una vez más.
—Si cambio de idea, te lo haré saber. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. Adiós, Paula.
—Adiós.
Paula lo acompañó a la puerta, la cerró y echó todos los cerrojos. Después, se dirigió al dormitorio y se tumbó en la cama.
Se sentía disgustada, humillada y avergonzada; pero por debajo de esas emociones, estaba ardiendo de deseo.
Por Pedro.
Se recordó que era una mujer adulta, no una adolescente fácilmente dominable por sus hormonas. Pero en realidad, ése era el problema. Paula era una mujer adulta y recordaba las maravillas que Pedro era capaz de hacer.
Su cuerpo quería que lo llamara de inmediato. Quería arrojarse sobre él y sentir sus manos en la piel. Pedro era un amante tan generoso como insaciable.
Sin embargo, Paula sabía que Pedro también era un peligro para su estabilidad emocional. La atracción que sentía por su ex era mucho más que una atracción física, una simple reacción química combinada con los recuerdos del pasado.
Respiró hondo, pero no sirvió de nada. Se concentró en su rabia y en su frustración, en un intento de conseguir que se impusieran al deseo, pero no sirvió de nada.
Por fin, soltó un suspiro de disgusto, se levantó de la cama y caminó hacia el cuarto de baño. Aún tenía el truco más viejo de todos.
Aprende de tus errores.
***
Pedro se lo había repetido mil veces a sus oyentes, así que él debía saberlo mejor que nadie. Solo por eso, ya no tenía excusa para lo sucedido. Si Paula no se hubiera asustado y lo hubiera echado prácticamente del piso, se habría acostado con ella.
Sin embargo, eso no era lo peor. Aunque sabía que acostarse con Paula era un error, también sabía que no se habría arrepentido.
Ya no se podía engañar. No recordaba qué excusas se había dado a sí mismo para presentarse en su piso, pero ahora era obvio que, de forma inconsciente, había ido a verla porque la deseaba.
Mantener una relación sexual con ella era lo más estúpido que se le había ocurrido en mucho tiempo, pero la conciencia de ese hecho no aliviaba su erección ni difuminaba las imágenes eróticas que asaltaban sus pensamientos.
Entre la una y las otras, se estaba volviendo loco.
Ni siquiera se podía aferrar a la justificación, también indiscutible, de que se sentía culpable por ser responsable indirecto de la situación de su ex y de que quería ayudarla.
Al fin y al cabo, cualquier ser humano decente habría querido ayudar.
Pero aquello no tenía nada que ver con ser un ser humano decente. Aquello era, simplemente, deseo físico.
Además, se había dado cuenta de que Paula sentía lo mismo por él y de que no quería sentirlo. Probablemente, por los mismos motivos.
Miró la pantalla del ordenador y volvió a comprobar sus mensajes de correo.
Tenía muchas cosas que hacer, pero se conocía y sabía que ninguna de ellas habría captado su interés.
Habría dado cualquier cosa por volver al piso de Paula y explorar sus fantasías de bibliotecaria perversa.
O cualquier otra fantasía.
Al final, apagó el ordenador y se rindió. Después, sacudió la cabeza y se dijo que aquello era absurdo, que no tenía sentido, que no podían hacer el amor.
Pero lo iban a hacer. Estaba completamente seguro de ello.
Y también lo estaba de que Paula era de la misma opinión.
Quizás, si se dejaban llevar y saciaban su deseo, lo expulsarían de sus cuerpos y podrían seguir con sus vidas.
Quizás fuera la solución que necesitaban.
Solo faltaba por saber si Paula estaba de acuerdo.
* * *
—Estoy bien, mamá; lo digo en serio.
—Bueno, si sirve para que te sientas mejor, te diré que estuviste magnífica en el programa de Pedro. Uno de estos días, te llamaré para contratar tus servicios profesionales.
Su madre se rio. Estaba de muy buen humor.
—Gracias, mamá. Pero por favor, no me digas que papá y tú tenéis problemas…
—No tenemos ningún problema que no se solucione por sí mismo cuando nos mudemos a Florida —afirmó.
—Juntos, espero…
—Por supuesto que sí, cariño. No te preocupes por nosotros. Llevamos tanto tiempo casados que el divorcio ya no es una opción. Puede que uno de estos días pierda la paciencia con él y lo asesine, pero no me divorciaré.
—Vale, pero no intentes asesinarlo. Si sientes la necesidad, llámame por teléfono y habla conmigo.
—Hablando de matar… ¿qué tal te va con Pedro?
—¿Qué quieres decir?
Su madre suspiró.
—Es obvio que has pasado algún tiempo con él; por lo menos, durante el programa. ¿Qué tal te fue?
—Bien, bien… —dijo con naturalidad—. Somos adultos y los dos hemos cambiado desde nuestro divorcio. Además, esto solo es un trabajo; es puramente profesional.
Su madre soltó una carcajada.
—Bueno, vale, reconozco que he tenido momentos mejores —continuó—. Además, tú misma has dicho que el programa fue un éxito. Eso es lo único que importa.
—Si tú lo dices…
—Pues claro que sí.
—¿Has oído su programa de esta mañana?
—¿Tú lo has oído?
—Naturalmente. Quería saber por dónde soplaba el viento —respondió—. Quería asegurarme de que no destruyera el trabajo que hiciste el otro día. Y por cierto… no lo ha hecho.
—Ya me lo imaginaba. A decir verdad, Pedro se está portando muy bien. Comprende mi situación e intenta ayudarme.
—¿Habéis hablado de lo vuestro…?
Paula se empezó a poner nerviosa. Tenía que quitarse a su madre de encima.
—Lo siento, mamá, pero están llamando a la puerta. ¿Puedo llamarte después?
—Por supuesto, cariño. Cuídate mucho.
—Hasta luego, mamá.
Paula cortó la comunicación y dejó el móvil en el sofá, antes de dirigirse a la cocina para servirse un café.
En realidad, no había llamado nadie; solo había sido una excusa para impedir que su madre la interrogara sobre su relación con Pedro. Pero el timbre de la puerta sonó un par de minutos después.
Cuando se acercó y echó un vistazo a la mirilla, se quedó helada.
Era él.
—Paula, sé que estás en casa. He oído tus pasos. Abre, por favor —dijo Pedro.
Paula maldijo su suerte.
—Venga, abre de una vez…
Ella respiró hondo y abrió.
—Hola…
—Hola, Pedro. ¿Qué llevas ahí…?
Pedro miró lo que llevaba en las manos.
—¿A ti que te parece? Es una mesa de café, por supuesto.
—Sí, ya sé lo que es, pero… ¿por qué tienes una mesita de café?
—Es para sustituir a la que se rompió ayer.
—No era necesario, Pedro.
—Quizás no, pero te agradecería que me invitaras a entrar. Más que nada, porque la mesa pesa más de lo que parece.
Ella se apartó al fin y le dejó entrar. Pedro se dirigió al salón y dejó la mesa en el lugar apropiado.
—Bueno, no pega con el sofá, pero es mejor que nada.
Paula cerró la puerta y se giró hacia él.
—Es muy bonita, Pedro, pero…
—No hay de qué —la interrumpió—. ¿Qué tal vas con tu trabajo?
La pregunta de Pedro la desconcertó.
—Pedro… ¿a qué viene esto?
Él frunció el ceño.
—No te entiendo. Solo es un regalo, nada más. ¿Por qué miras de esa forma?
—Porque te has presentado en mi casa con una mesita de café y no sé qué diablos pretendes. Es normal que me confunda.
Pedro se encogió de hombros.
—No veo por qué…
—Pedro…
—Bueno, está bien, te diré la verdad. Me siento culpable por tu situación y quería hacer algo bueno por ti.
—De modo que me has comprado una mesa —dijo con escepticismo.
Pedro sonrió.
—Me pareció más adecuado y más práctico que un ramo de flores. A fin de cuentas, sabía que necesitabas una.
Paula rio.
—Eres un saco de sorpresas, Pedro.
Él pareció encantado con el comentario.
—Eso intento —dijo—. Bueno, ¿no me vas a invitar a que me siente?
Paula sabía que no debía invitarlo, pero le había hecho un regalo con buenas intenciones y no podía ser tan grosera con él.
—Por supuesto. Siéntate, por favor. ¿Te apetece beber algo?
—No, gracias.
Pedro se sentó, pero ella se quedó de pie.
—He oído tu programa de hoy —dijo ella, por dar conversación—. No se parece mucho al programa de la noche….
—Porque se dirige a un público distinto —comentó—. Pero supongo que no te habrá gustado.
Paula se encogió de hombros.
—Mi opinión carece de importancia. Es tu programa y son tus oyentes.
—¿Tú les dirías algo distinto?
—No necesariamente; si el divorcio es la opción más razonable para ellos, lo mejor que pueden hacer es ponerse en manos de un buen abogado. Pero algunas de las personas que te llaman tienen problemas que se podrían solucionar con métodos menos drásticos.
—Comprendo.
—De todas formas, ya he dicho que es tu programa. Y es evidente que tiene mucho éxito… mis objeciones son lo de menos.
Pedro la miró con sorpresa.
—Vaya, si estás tan agradable conmigo por una simple mesita, ¿qué harías si aparezco con un sofá? —bromeó.
—No aparezcas en mi casa con un sofá, Pedro Alfonso —le advirtió—. Ni con ningún otro mueble, grande o pequeño.
Pedro le guiñó un ojo.
—Ah, vaya, ¿los muebles son el problema? Pensé que el problema sería yo.
—Bueno, sí… es que no te esperaba, Pedro. Y mucho menos con una mesa.
Pedro rio.
—Pero ahora que lo pienso, ¿qué haces en mi casa a estas horas? —continuó ella—. ¿No tienes trabajo que hacer?
Pedro se recostó en el sofá y apoyó los pies en la mesita nueva.
—Sí, pero también tengo un montón de empleados que me pueden sustituir. Si me necesitan, me llamarán —respondió—. Me pareció que te vendría bien un poco de compañía.
Estás muy sola, Paula.
—A algunas personas nos gusta la soledad. Es buena para pensar y para hacer cosas que normalmente no harías —alegó.
—Excelente, porque tenía intención de invitarte a cenar.
—No, gracias.
—¿Por qué no? Salir a cenar conmigo es algo que normalmente no harías.
Ella lo miró con desconfianza.
—Dime la verdad, Pedro. ¿Qué haces aquí?
Paula lamentó habérselo preguntado. Los ojos de Pedro brillaron de un modo tan intenso que supo la respuesta de inmediato.
Quiso sentirse insultada, pero no pudo. Su cuerpo se excitó.
—Maldita sea, Pedro…
Él le dedicó una sonrisa increíblemente sensual.
—Ven aquí, Pau.
Pedro puso los pies en el suelo y la agarró de la muñeca y tiró hacia él. Paula se estremeció, dominada por la corriente eléctrica que fluía entre ellos.
La noche anterior había sido fuerte. Se había resistido al deseo y había echado a Pedro de su casa. Pero más tarde, se había arrepentido.
Hoy podía tomar una decisión distinta.
Dio otro paso hacia su ex. Seguía de pie, pero ahora estaba entre sus piernas, con los pechos a la altura de su cara. Y los pezones se le endurecieron.
Pedro le soltó la muñeca y cerró las manos sobre sus caderas.
—Pedro… —dijo en un susurro—. Pedro, no estoy segura de que sea una buena idea.
La voz de Pedro sonó ronca y llena de necesidad.
—Es una idea excelente. Estábamos condenados a esto desde que te presentaste en la librería durante la presentación de mi libro. Te conozco, Pau. Sé que tú lo deseas tan desesperadamente como yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario