martes, 10 de febrero de 2015

CAPITULO 23



Pedro se sentía vacío. Tras varias semanas de compartir su tiempo y su cama con Paula, la ausencia de su ex se le hacía insoportable. Había intentado retomar sus rutinas, pero nada iba bien. De todas sus ocupaciones, la única que todavía le interesaba era el caso del estudiante de Simon, al que se dedicaba en cuerpo y alma.


No era feliz. No lo era en absoluto. Aunque había otra persona que compartía o incluso superaba su infelicidad; la persona con la que estaba hablando por teléfono en ese mismo momento. Andy.


—Esa chica del libro de jardinería te ha adelantado en la lista de ventas.


—¿Y qué? Todavía soy el número ocho. No se puede decir que me haya hundido hasta las catacumbas.


—De todas formas, deberías volver a las giras y a las presentaciones.


—No tengo tiempo para eso. El caso del que te hable me tiene muy ocupado.


—Ya, pero ese caso no paga tus facturas.


—El dinero no lo es todo, Andy.


—Puede que no, pero ese caso es tan aburrido como poco rentable.


—¿Aburrido? ¿Cómo puede ser aburrido un caso que afecta a los derechos constitucionales de los ciudadanos? Te pedí que hicieras algo para que llamara la atención de los medios,Andy —le recordó.


—Me temo que no está en mi mano, Pedro. A la gente no le interesa. Si quieres volver a las portadas de los periódicos, tendrás que sacarte otra ex de debajo de la manga.


—Oh, no —dijo, horrorizado—. Con una ex ya tengo de sobra.


—Vamos, Pedro, tienes que darme algo con lo que pueda trabajar; algo que pueda usar para aumentar las ventas…


—La constitución es algo importante.


Andy gimió.


—¿Quieres matarme de un disgusto, Pedro? ¿Por qué no llamas a la doctora Paula y le preguntas si está interesada en…?


—No.


—Hacéis una pareja perfecta en la radio. Podríais hacer un programa semanal y…


—No.


—¿Y si la llamo yo?


—No —insistió—. Y no hay más que hablar.


Andy suspiró otra vez.


—Está bien, como quieras. ¿Te interesaría participar en una subasta de solteros?


—¿Cómo? Creo que has bebido demasiado, Andy. Llámame otra vez cuando estés sobrio. Adiós.


Pedro colgó el teléfono y sonrió. Disfrutaba molestando a su agente.


Poco después, su secretaria lo llamó por el intercomunicador del despacho.


Pedro, tienes visita. Se ha presentado como la doctora Julia Moss.


Pedro reconoció el nombre enseguida; sabía que era una amiga de Paula porque su ex le había hablado de ella.


—Dile que pase.


—Está bien, como quieras…


Su secretaria lo dijo con un tono de voz tan extraño que Pedro sintió curiosidad. Pero comprendió lo que sucedía cuando Julia entró en el despacho.


El hombre que la seguía dejó una mesita en el suelo y se presentó a continuación. Era la mesita que Pedro le había regalado a Paula.


—Encantado de conocerte. Soy Nate Adams; trabajaba con Paula en la clínica de la doctora Weiss.


—Y yo soy Julia Moss

.
—Sí, creo que Paula me habló de vosotros en alguna ocasión.


—Excelente, porque ella también nos ha hablado de ti. Así nos podemos ahorrar las presentaciones e ir al grano.


La hostilidad de Julia era obvia, pero Pedro intentó mostrarse educado.


—¿En qué os puedo…?


—Solo hemos venido a devolverte la mesa —lo interrumpió Julis—. Habríamos venido antes, pero Nate necesitaba ayuda. Pesa más de lo que parece.


—Lo sé.


Julis carraspeó.


—En fin, Paula nos pidió que le hiciéramos este favor y ya se lo hemos hecho. Será mejor que nos marchemos y te dejemos con tu importante vida de famoso.


Pedro hizo caso omiso del comentario.


—¿Qué tal está? No he sabido nada de ella desde que se marchó. ¿Cómo le van las cosas? —quiso saber.


—Creo que le va bien —dijo Nate, incómodo—. Yo tampoco hablo mucho con ella… está en Carbondale y, según parece, está haciendo un gran trabajo.


—Me alegro por ella.


—Sí, nosotros también nos alegramos por ella —dijo Julia—. Ha recuperado su vida, aunque no precisamente por ti… Nate, ¿podrías esperar fuera un momento? Necesito hablar a solas con el señor Alfonso.


—Por supuesto.


Nate se despidió de Pedro y se marchó.


—Seré sincera contigo —declaró Julia.


Pedro se apoyó en la mesa y se cruzó de brazos.


—Adelante.


—No me caes bien.


—Ya me había dado cuenta —ironizó.


—De hecho, creo que eres un estúpido. Pero debo decir en tu defensa que Paula tampoco ha sido muy razonable contigo.


—Dime, ¿vas a llegar a alguna parte? ¿O solo querías insultarme en mi propio despacho? —la desafió.


—Te equivocas conmigo, Pedro. A decir verdad, yo estaba antes de tu parte.


—Por qué será que me resulta difícil de creer…


—Cree lo que quieras, pero es verdad. Estuve de tu parte hasta que dijiste todas esas tonterías en tu programa de radio. Ese mismo día, le recomendé a Paula que se marchara y se fuera tan lejos de ti como le fuera posible… La mesita lleva dos semanas en el salón de mi casa —afirmó.


—Bueno, pues ya la has traído. Gracias, doctora Moss.


—No hay de qué, señor Alfonso.


Antes de salir del despacho, Julia lo miró una vez más y dijo:
—Sé que Paula tiene intención de volver a Chicago. Si para entonces decide asesinarte, no seré yo quien se oponga.


—Y supongo que tú le ofrecerías la pistola…


—Lo que necesite.


Pedro cerró la puerta y se sentó. Tras la conversación con Julia, empezaba a dudar seriamente de la salud mental de los psicólogos. Sin embargo, la broma sobre asesinarlo le dio que pensar; era evidente que Pedro ya no era la misma; había cambiado y se había transformado en una mujer capaz de salir adelante por sus propios medios y de solucionar sus propios problemas.


Él lo sabía desde que entró en la librería, durante la presentación de su libro; pero había hecho caso omiso porque, en el fondo, creía que solo estaban retomando su antigua relación. Y no era así.


La situación era completamente distinta. Paula era distinta. Aunque las cosas hubieran terminado de la misma forma, con otra separación.


Pero no era demasiado tarde. Aún podía salvar algo del desastre.



* * *


El jueves se había convertido en el día favorito de Paula.


Había una buena razón para ello: la mayoría de sus pacientes eran personas enganchadas a algún tipo de sustancia tóxica, pero los jueves era el día de los grupos de terapia y se podía relajar un poco.


Además, los problemas con las adicciones solían tener complicaciones añadidas, de carácter familiar o legal, que los volvían especialmente deprimentes y desmoralizadores.


Deprimentes, porque estaba cansada de ver familias destrozadas. Desmoralizadores, porque no podía hacer gran cosa por ellos; en general, el daño ya estaba hecho y su papel consistía en poco más que ayudar a recoger los restos de unas vidas rotas.


No todos los psicólogos tenían la fuerza necesaria para afrontar esos casos. Y en los últimos tiempos, le resultaba más duro de lo normal.


Paula se conocía bien y sabía que su agotamiento y su pesimismo no se debía tanto al carácter de los casos que trataba como a sus propios problemas. Sin embargo, eso no cambiaba las cosas.


Para empeorarlo todo, no sabía qué hacer con su escaso tiempo libre. Estaba tan ocupada con el trabajo que no había tenido ocasión de conocer la ciudad ni de hacer amigos; y cuando encontraba un hueco, no le quedaban fuerzas para hacer otra cosa que ver la televisión o mantener conversaciones telefónicas con su madre o con Julia.


Se aburría.


Se sentía sola.


Y estaba embarazada.


La reaparición de Pedro Alfonso había dejado una huella tan profunda en su vida que no podía huir de ella.


Mudarse a Carbondale no había servido para olvidarlo. Por mucho que intentara concentrarse en su trabajo y en sus responsabilidades, él siempre estaba allí, acechando los márgenes de su concentración. Y cuando se quedaba dormida, él acechaba sus sueños y ella se sentía vacía y frustrada al despertar.


De hecho, había estado a punto de no dar importancia al retraso con la regla. Pensó que sería por el estrés y por su obsesión con Pedro, que se manifestaba hasta de forma física.


Pero estaba muy equivocada.


Sus problemas no hacían más que empeorar. De no poder sacar a Pedro de sus pensamientos, había pasado a no poder sacarlo y a llevar un hijo suyo en su vientre.


Era un desastre.


Tenía la sensación de que el universo la odiaba. Primero se había enamorado de él; después, se habían divorciado; más tarde, había dedicado seis años de su vida a olvidarlo; luego, se había enamorado nuevamente de él; y por último, se quedaba embarazada cuando ni siquiera habían discutido la posibilidad de tener un hijo.


Estaba tan desesperada que sentía la necesidad de tirarse de los pelos. Pero al menos, había aprendido a ser sincera con ella misma.


Ahora admitía que estaba enamorada de él y que, probablemente, siempre lo había estado. Ahora admitía la verdad, y como psicóloga que era, sabía que admitir la verdad era el primer paso para cambiar las cosas.


Pero le dolía terriblemente. Se sentía derrotada.


Además, su ruptura con Pedro le resultaba más dolorosa que la anterior. Aunque estaba tan enfadada como entonces, el enfado no la aliviaba en absoluto. Y ya no le importaba quién tenía razón o dejaba de tenerla, porque la razón tampoco aliviaba su angustia.


Si hubiera sido posible, se habría subido al coche, habría vuelto a Chicago y se habría disculpado ante Pedro.


Desgraciadamente, no podía volver. Estaba convencida de que su exmarido ya no quería saber nada de ella.


No obstante, también sabía que tendría que hablar con él en algún momento. Debía saber que se había quedado embarazada y no lo podía mantener en secreto. No habría sido justo ni para él ni para ella ni, en última instancia, para el niño.


Pero de momento, solo quería deleitarse en la autocompasión.


Era lo más fácil.


Solo quería estar todo el día en la cama y refugiarse en el victimismo y en el dolor. Y en eso estaba cuando sonó el teléfono.


Consideró la posibilidad de dejarlo sonar, pero el número que aparecía en la pantalla era el de su amiga Julia.


—¿Dígame?


—Hola, Paula, soy Julia. Enciende la radio ahora mismo.


—¿La radio? ¿Para qué? —preguntó, extrañada.


—Tú enciéndela. Se trata de Pedro. Tienes que oírlo.


Paula se estremeció.


—Eso no puede ser. Pedro no tiene programa esta noche.


—Pues está hablando con Bruce Malaney. Y adivina de quién…


—¿De quién?


—De ti.


A Paula se le hizo un nudo en la garganta, pero hizo caso a su amiga y encendió la radio.


—¿Ya la has encendido?


—¡Calla! ¡Intento oír lo que dice!


—¿Es verdad lo que se dice por ahí, Pedro? —preguntó Bruce Malaney en ese instante—. Se rumorea que Paula Chaves es directa o indirectamente responsable de que vayas a cambiar el formato de tu programa de radio.


Paula se quedó atónita.


—Paula solo es responsable de haberme ayudado a abrir los ojos, personal y profesionalmente —contestó Pedro—. En su formato actual, mi programa ya ha cumplido sus objetivos. Además, he descubierto que no puedes ayudar a la gente con diez minutos de clichés sin la menor profundidad.


Paula se mordió el labio, incrédula.


—¿Y qué vas a hacer ahora, Pedro? Antes me has dado largas para no responder, pero tengo que repetir la pregunta.


Pedro respiró hondo.


—No quiero seguir con la rutina de siempre. Mi situación con Paula me demostró que estaba atascado. La gente tiene miedo a los cambios, a abrir puertas y ver lo que sucede… voy a explorar algunas de las posibilidades de un cambio.


Bruce soltó una carcajada.


—Por tu forma de hablar, cualquiera diría que tu próximo libro va a ser un manual de autoayuda —se burló.


—Creo que las últimas semanas han demostrado claramente que soy la última persona del mundo que debería dar consejos a los demás. Con toda sinceridad, creo que esas cosas deberían estar en manos de profesionales como Paula.


—Bien, amigos, vamos a pasar a publicidad durante unos minutos. Volveremos enseguida con ustedes y con Pedro Alfonso.


Paula no podía creer lo que acababa de oír. Sencillamente, no podía.


—¿Paula? —preguntó Julia.


—Sí, sí, sigo aquí… ¿Has oído lo mismo que yo?


—Por supuesto. Le ha faltado poco para disculparse contigo en público. E incluso te ha llamado profesional…


—No sé, tengo miedo de darle más importancia de la que tiene.


—Pues yo diría que tiene más importancia de la que crees. Pedro ni siquiera podía saber que estarías oyendo el programa. Ha sido todo un caballero. Si yo estuviera en tu lugar, le llamaría por teléfono.


—¿Y qué le dirías?


—Para empezar, me disculparía por comportarme como una histérica.


Paula empezó a caminar de un lado a otro.


—Sí, tienes razón… le llamaré esta noche y le pediré disculpas. Veré si acepta mi rama de olivo.


—Una idea excelente.


—¿Y qué pasará si no es verdad, si no ha cambiado? Puede que solo haya dicho eso para quedar bien con los oyentes de la emisora.


—Es una posibilidad, sí, pero no saldrás de dudas hasta que hables con él.


—Tienes razón. Debo hablar con él.


—Magnífico.


—¿Puedo quedarme a dormir en tu casa?


—¿En mi casa? ¿Es que vas a venir a Chicago? —preguntó con extrañeza.


—Sí, he decidido que hablar por teléfono con Pedro no sería suficiente. Quiero hablar con él en persona. Iré a verlo a primera hora de la mañana.


—Eres muy valiente…


Paula no se sentía nada valiente. Sabía que, si había malinterpretado las palabras de Pedro, se iba al llevar una gran decepción.


Pero tenía que arriesgarse.




CAPITULO 22




—¿Y te marchaste así, sin más?


Julia se quedó boquiabierta cuando Paula le habló de su encuentro con Pedro.


—¿Qué querías que hiciera? —preguntó.


—No sé, intentar convencerlo, seguir hablando…


—¿Hablar de qué? Pedro sabe que ese trabajo es importante para mí, pero no quiere que lo acepte. Es muy egoísta. La última vez, yo le apoyé en sus estudios y él me dejó en la estacada. Esperaba que hubiera cambiado.


—Discúlpame, Paula, pero no estás siendo justa. En realidad, no le has dado la menor oportunidad.


—Por supuesto que se la he dado —se defendió—. Desgraciadamente, para Pedro todo es blanco o negro. O estoy con él o contra él; o me quedo en Chicago o me marcho. No entiende de puntos medios… y no quiero volver a pasar por lo mismo.


—Mira, estoy de acuerdo en que tu exmarido es un poco rígido; pero tú te estás portando de forma irracional.


—Ahórrame tus opiniones —protestó.


Julia arqueó una ceja.


—Sabes que es cierto.


—¿Y qué? Es normal que en estos momentos no sea la mujer más racional del mundo. Mi vida ha cambiado de golpe.


—Como la de Pedro.


—Pero no es lo mismo. Él tiene un programa de radio, un libro que está entre los más vendidos y una carrera como abogado. Yo, en cambio, no tengo nada… —declaró, frotándose las sienes—. No pido tanto, Julia. Solo quiero que me apoye un poco. Y él se lo toma como si fuera una bofetada.


—Paula, tu actitud es bastante victimista.


—Y tú no vales nada como consejera —le recriminó. Julia sonrió.


—No estoy hablando contigo en calidad de psicóloga, sino de amiga. Y como amiga tuya que soy, estoy en la obligación de decirte que te equivocas.


—¿Pretendes que lo deje pasar? ¿Que siga con él a pesar de todo? —preguntó, asombrada.


—Solo te digo que crezcas y que te comportes como una mujer adulta.


—Definitivamente, eres la peor consejera que he visto en mi vida. Quizás debería llamar a la doctora Weiss.


Julia desestimó el comentario.


—Pero soy una buena amiga —insistió—. Sé que quieres que te dé la razón, pero no la tienes. No estás pensando con claridad.


—Y tú sabes lo que tengo que hacer, claro —ironizó Paula.


—Sí, lo sé.


—Pues dímelo.


—Llama a Pedro, discúlpate por comportarte como una niña pequeña y dile exactamente lo que quieres. Si le concedes la oportunidad de reaccionar como un adulto, es posible que encontréis una solución… porque sabes lo que quieres, ¿verdad?


—Al menos, sé lo que no quiero.


—Sois un caso típico, Paula. Os divorciasteis demasiado deprisa, cuando habría sido mejor que lo pensarais con calma y que hablarais de vuestros problemas. Y ahora, años después, se vuelve a repetir la situación. Estáis atrapados entre los fantasmas del pasado y vuestro deseo. ¿Me equivoco?


—No, no te equivocas.


—Pero tú ya no eres la misma. Has crecido, has aprendido, has tenido ocasión de trabajar con parejas que tenían problemas mucho más graves que el vuestro. Sabes perfectamente que Pedro y tú tendríais futuro si pusierais un poco más de vuestra parte… En fin, solo es la opinión de la peor consejera del mundo.


—Y de la mejor amiga.


Julia asintió.


—¿De verdad crees que podríamos solucionarlo? —continuó Paula.


—Será duro, pero es posible. Además, ¿qué pierdes por intentarlo?


—Te lo diré de otro modo. Si yo fuera un paciente y pagara por tus servicios, ¿qué me recomendarías?


—Que fueras sincera con él y que le plantearas tus expectativas abiertamente. Incluso delante de una consejera matrimonial, llegado el caso —contestó—. Pero no sé por qué lo preguntas. Lo sabes de sobra. Tú también eres psicóloga.


—Sí, pero tiendo a olvidarlo. No me extraña que la doctora Weiss me despidiera. Lo he estropeado todo.


Julia le dio un golpecito en el hombro.


—No es para tanto, Paula. Pero dime, ¿dónde está Pedro en este momento?


Paula miró la hora.


—Las siete y media de un miércoles por la noche… supongo que estará en el estudio de radio. Podría llamarlo cuando termine.


—Una idea excelente. Además, tendrás tiempo para cambiarte de ropa y ponerte algo más decente que esos pantalones viejos y esa camiseta desgastada que llevas —declaró, frunciendo el ceño—. Queda con él esta noche y hablad de vuestros problemas. Como adultos.


Paula asintió.


—Gracias, Julia.


—De nada.


Julia se levantó y caminó hacia la puerta.


—Llámame mañana y cuéntamelo todo —continuó—. Ah, y buena suerte… ya te enviaré la factura por mis consejos profesionales.


Cuando Julia se marchó, Paula se acercó al equipo de música, encendió la radio y buscó la emisora de Pedro. Por algún motivo, sentía la necesidad de oír su voz.


Segundos después, oyó su nombre y se quedó helada. 


Pedro estaba hablando de ella.


—Amigos, os aseguro que no merece la pena. Cuando alguien se divorcia, lo hace por una buena razón. A veces, el recuerdo de los buenos tiempos pesa tanto que se olvida, pero los problemas del pasado siguen presentes.


—Sin embargo, la doctora Paula y tú os llevabais muy bien… —comentó la oyente con quien estaba hablando.


Pedro rio con amargura.


—En efecto, nos llevábamos muy bien. Lo cual demuestra que cualquiera puede caer en esa trampa. Incluso dos personas como nosotros.


—Pero mi ex afirma que ha cambiado, y a mí me parece que es verdad…


—La gente no cambia nunca —afirmó Pedro—. Intentan cambiar e incluso se convencen de que han cambiado, pero no cambian. Siempre somos los mismos.


En otras circunstancias, Paula habría pensado que su ex no tenía razón; pero por una vez, estaba de acuerdo con él.


—Aprended de mi error, amigos. Paula y yo tuvimos muchos buenos días cuando éramos más jóvenes, pero la verdad es que no debimos casarnos. Solo siento que la publicidad derivada de mi libro le causara problemas con su trabajo… De una relación muerta no puede salir nada bueno.


—No sé qué decir, Pedro. Cuando estoy con mi ex, soy feliz.


—¿Te estás acostando con él?


—Bueno, sí…


—Pues no deberías. Puede que vuestra relación sexual sea magnífica, pero eso no cambiará las cosas. Como ya he dicho, todos podemos cometer el error de volver a salir con un ex. Yo mismo lo he cometido. Solo te puedo aconsejar que lo asumas y que huyas de él tan deprisa como puedas.


—Puede que estés en lo cierto, Pedro. Gracias.


—De nada. Ahora os dejamos con unos minutos de publicidad; cuando volvamos, hablaremos sobre los procedimientos del divorcio. Soy Pedro Alfonso y, como siempre, estoy aquí para ayudaros a proteger vuestra inversión.


Paula se sintió profundamente deprimida. Quería hablar con él y arreglar las cosas, pero aquello lo cambiaba todo. Sería mejor que se marchara a Carbondale y que siguiera con su vida, sin mirar atrás.


Pedro no era el hombre adecuado para ella. No lo había sido en el pasado y tampoco lo era en el presente.


No tenía más remedio que asumirlo.





CAPITULO 21





Julia sirvió una copa de vino a Paula e intentó a animarla.


—¿Has probado en la consulta del doctor Kincaid? Dicen que…


Paula sacudió la cabeza.


—Lo he intentado en todas partes y no he conseguido nada 


—le informó—. El doctor Hearst, el de la clínica de Elgin, parecía interesado; pero es un tipo raro y tengo la impresión de que solo quiere…


—¿Qué quiere?


—Tocarme.


—Oh.


—Sí, oh.


—Lo siento mucho, Paula. Me gustaría poder hacer algo para ayudarte.


Paula sabía que la preocupación de su amiga era sincera. 


Siempre había estado de su lado. Incluso había hecho todo lo posible por defenderla ante la doctora Weiss.


—Has hecho todo lo que podías, Julia. Lo único que necesito ahora es esto… una copa de vino y una conversación con una amiga. La posibilidad de pasar un buen rato.


—Eso ya lo tienes. Sabes que mi casa es tu casa. Y no lo digo únicamente en sentido metafórico —puntualizó.


—Descuida, aún no me han echado del piso.


—Bueno, algo es algo…


—De hecho, ha surgido una posibilidad inesperada. Hablé con uno de mis antiguos profesores y puede que tenga un trabajo para mí.


—¿En serio?


—Solo es una clínica pequeña, con pacientes de ingresos bajos. Casi todos los casos serían de abusos…


—No parece que te agrade demasiado.


—No, pero al menos tendría un sueldo. Lo malo es que la clínica está en Carbondale.


Julia arrugó la nariz.


—Dios mío… eso está a casi cuatro horas de aquí.


—No, a cinco y media —puntualizó—. Pero Carbondale es mucho más barata que la ciudad, así que me podría alquilar un piso decente y viviría mejor que ahora.


—¿Y qué opina Pedro?


—Todavía no lo sabe. No le he dicho nada. Ni siquiera entiende que no me vaya a vivir a su casa —contestó.


—Sinceramente, yo tampoco lo entiendo.


—¿Que no lo entiendes? —preguntó—. ¿Tú te marcharías a vivir con tu exmarido?


—No tengo exmarido —le recordó.


—Ah, sí, es verdad. Pero en cualquiera caso, marcharme a vivir con Pedro no me parece una buena idea. Aunque nos llevamos bien, ni él ni yo sabemos si nuestra relación se volverá más seria. Y aunque lo supiéramos, seguiría sin ser una opción admisible.


Julia frunció el ceño.


—¿Por qué no?


—Porque me siento como si me hubiera traicionado y fuera incapaz de sobrevivir sin la ayuda de Pedro.


—Así que prefieres marcharte…


—No, no es eso. Solo quiero tener éxito o fracasar por mí misma.


—Paula, tú no te tienes que demostrar nada. Antes de ese lío con los medios, tu carrera iba por buen camino. Esto no ha sido un fracaso tuyo; de hecho, ni siquiera ha sido culpa tuya —afirmó.


—Lo sé; pero si permito que Pedro me rescate, será como si yo volviera a ser la Paula de hace siete años. Y no lo puedo permitir.


Julia la miró con extrañeza.


—No lo entiendo. ¿Hay algo de tu matrimonio que no me hayas contado?


Paula echó un trago de vino y contestó:
—No, nada grave. Simplemente, me convertí en la esposa de Pedro; en nada más que la esposa de Pedro. Él no era tan famoso como ahora, pero ya era bastante popular. Cuando estaba con él, me sentía como si fuera su sombra.


—Y no quieres que vuelva a ocurrir…


—No, no quiero.


—Pero no tiene por qué ser así. Yo no conocí a la Paula de entonces, pero conozco a la Paula de ahora y sé que no es la sombra de nadie.


Paula rellenó su copa de vino.


—Gracias, Julia. Desgraciadamente, hay otro problema.
Julia la miró con interés.


—¿Cuál?


—Que no sé qué va a pasar entre Pedro y yo.


—Ah, comprendo…


—Es mi exmarido, Julia. No creo que tengamos muchas posibilidades de volver a enamorarnos.


—Eso no lo sabes, Paula.


—No, supongo que no, pero tengo la sensación de que solo estamos recordando los buenos tiempos.


—¿Solo eso? ¿Y qué me dices del sexo? —preguntó, sonriendo.


Paula la miró con exasperación.


—No debería habértelo contado… Sí, nuestra relación sexual es magnífica, pero el sexo no lo es todo. Tú y yo sabemos lo que suele ocurrir en estos casos. La gente vuelve a estar junta y luego, un buen día, aparecen los fantasmas del pasado y destruyen su relación.


—Oh, vamos. Todas las circunstancias tienen sus peligros.


—Te lo diré de otra forma… si yo fuera tu paciente, ¿me animarías a seguir con Pedro?


—Es posible que no; pero no eres mi paciente. Eres la doctora Paula.


Julia alzó su copa a modo de brindis y bebió un poco.


—No sabes cuánto odio que me llamen doctora Paula… me recuerda a la radio.


—No seas tonta. Además, cuatro o cinco meses en Carbondale no es para tanto.


—Lo dices como si me enviaran a Siberia —protestó—. Carbondale no está tan lejos.


—No, pero no es Chicago.


—De todas formas, tienes razón. Solo serán cuatro o cinco meses; seis como mucho. Cuando regrese, mis problemas se habrán olvidado, me darán la licencia de psicóloga y podré ejercer en la ciudad. Solo será un paréntesis.


—Parece que ya has tomado una decisión…


—Sí. La clínica necesita una persona con urgencia y yo necesito un trabajo con urgencia.


—Lo cual nos devuelve al problema mayor. ¿Qué vas a hacer con Pedro?


Paula tardó en responder.


—He tomado muchas decisiones pensando en Pedro. Me mudé a Urbana para estar con él mientras estudiaba Derecho y me mudé a Albany para huir de él cuando las cosas se estropearon. Admito que Pedro es un factor importante en esta ecuación, pero por una vez, quiero tomar una decisión sin pensar en nada que no sea mi vida, mi carrera y mis intereses a largo plazo.


—¿Y qué intereses son ésos?


Paula respiró hondo.


—Ojalá lo supiera.



* * *


Paula estaba extrañamente silenciosa esa noche. Ya se había mostrado poco comunicativa durante los dos días anteriores, pero lo de aquella noche era peor.


Estaban sentados en el sofá, viendo las noticias en televisión. Pedro sabía que le pasaba algo y quería preguntar, pero la conocía bien y se contuvo. Sabía que hablaría cuando encontrara las fuerzas para hacerlo.


El momento llegó al cabo de un rato. Paula apagó la televisión de repente, le dio un golpecito con el pie y dijo:
—Me han ofrecido un trabajo. Es buena oportunidad para conseguir las horas de experiencia que necesito y obtener la licencia de psicóloga.


—Eso es magnífico… ¿Lo ves? Sabía que encontrarías algo. ¿Qué te parece si abro la botella de champán que tengo en el frigorífico y lo celebramos?


Paula sacudió la cabeza.


Pedro la miró y todas sus alarmas se encendieron a la vez.


—¿Qué pasa, Pau?


—Que no es un trabajo perfecto. Trabajaría mucho y cobraría poco, pero no tengo más remedio que aceptar.


Pedro frunció el ceño.


—¿Eso es todo? ¿No hay nada más?


—Sí, hay otra cosa. Sería en Carbondale.


—Por favor, dime que Carbondale no es lugar en el que estoy pensando. Dime que es algún barrio de Chicago que yo desconocía.


—Me temo que no. Solo hay un Carbondale.


Pedro eligió sus palabras siguientes con sumo cuidado. 


Tenía la impresión de que aquello era una repetición de lo que había pasado años atrás.


—¿Ya has aceptado el trabajo?


—Aún no. Les dije que necesitaba pensarlo, pero tengo que contestar el viernes como muy tarde. Si lo acepto, empezaría siete días después.


—No tienes que marcharte a Carbondale. Ya te he dicho que…


—Que me ayudarías, sí, lo sé; pero yo también te he dicho varias veces que no quiero depender de nadie. Necesito salir adelante por mis propios medios.


Pedro pensó que era muy obstinada.


—Así que prefieres mudarte a la otra punta del estado antes que aceptar mi dinero —sentenció.


Ella se encogió de hombros.


—Solo serán seis meses. Como mucho.


—¿Y qué pasará con nosotros?


—¿Es que hay un nosotros? No sé que hay entre tú y yo, Pedro, pero no es suficiente para que renuncie a mi carrera.


Pedro se empezó a enfadar.


—Ah, claro, tu carrera. Como siempre.


—Oh, vamos, ¿vas a empezar otra vez con eso? Ya te he dicho que solo serán seis meses. Si no eres capaz de aceptar un inconveniente tan leve como estar separados durante una temporada, es que nunca habrá un nosotros.


Él se mantuvo en silencio.


—Por una vez, piensa un poco en mis intereses —continuó—. Yo me sacrifiqué para que tú pudieras estudiar. Cambié de universidad y retrasé mis propios estudios porque quería estar contigo.


—Sí, y luego me abandonaste porque tu carrera era lo primero.


—Maldita sea, Pedro. Ni siquiera te estoy pidiendo que te vengas conmigo a Carbondale.


—Menos mal.


—Solo te estoy pidiendo que me apoyes un poco. Además, esto no es como lo que pasó entonces. En aquella época, no tuve más opción que elegir entre mis objetivos profesionales y tú.


—Y elegiste tu profesión.


—Porque no pudimos llegar a un acuerdo mutuo.


—¿A un acuerdo? Yo no podía elegir, Pau —le recordó—. Era Albany o nada.


—Eso no es verdad.


—Por supuesto que lo es. Lo sabías de sobra. Tú misma has dicho que puestos a elegir entre tu carrera y yo, elegiste lo primero.


Pedro


—Hice todo lo posible, Pau. Lo hice entonces y lo estoy haciendo ahora. Tenía la esperanza de que la lista de prioridades hubiera cambiado un poco con los años, pero veo que no es así.


—Y yo tenía la esperanza de que hubieras cambiado, de que fueras capaz de establecer una relación entre iguales —dijo ella, sacudiendo la cabeza—. Por lo visto, los dos nos hemos equivocado.


—Supongo que eso es cierto.


Paula entrecerró los ojos.


—Quizás sea mejor que lo olvidemos.


—¿Que lo olvidemos? ¿A qué te refieres?


—A todo esto, a todo lo que ha pasado desde que cometí el error de presentarme en aquella librería. Vuelve a tu fabulosa vida, Pedro. Yo intentaré salvar lo que queda de la mía. En Carbondale.


Él suspiró.


—Muy bien. Si eso es lo que quieres, lo tendrás.


Paula sintió una punzada en el corazón. Se sentía como si estuvieran repitiendo, paso a paso, lo sucedido años atrás. 


Pero a pesar de todo, respiró hondo, contuvo su nerviosismo e intentó hablar con calma.


—Me alegra que hayamos mantenido esta conversación, Pedro. Ahora sabemos que no ha cambiado nada entre nosotros.


Paula había pensado largo y tendido en su situación personal; había pensado en su trabajo, en la oferta de Carbondale y su relación con Pedro. Pero cuando pronunció esas palabras, sintió un dolor tan intenso que le sorprendió.


Se había estado engañando. Lo que sentía por Pedro era mucho más profundo de lo que había supuesto.