Pedro no podía creer que hubiera dejado a Paula para pasar una noche solo en un hotel de Cincinnati.
Tenía que estar loco.
Hacía tiempo que estaba harto de las obligaciones publicitarias de su trabajo, que lo obligaban a viajar por todo el país; pero aquello era la gota que colmaba el vaso. Se dijo que hablaría seriamente con Andy y que podría fin a las giras. Quería recuperar el control de su existencia.
Consideró la posibilidad de llamar por teléfono a Paula, pero decidió dejarlo para más tarde porque supuso que estaría trabajando y no quería interrumpirla. Él mismo tenía bastante trabajo atrasado, pero tenía tan pocas ganas de trabajar que olvidó el asunto y sacó la carpeta que Simon le había dado el viernes por la mañana.
Simon era un joven estudiante de Derecho al que había contratado por hacerle un favor a un amigo. Estaba de prácticas en el bufete, pero Pedro lo encontraba refrescante. Siempre acudía a él con alguna pregunta sobre un caso especialmente interesante o sobre cuestiones legales de fondo.
Pero el contenido de aquella carpeta era diferente.
Simon había empezado a trabajar en un caso relativamente complejo, donde el derecho a la intimidad de un estudiante universitario estaba en peligro por las leyes del sistema.
Incluso se había tomado la molestia de llenar los márgenes de las hojas con preguntas, dudas, referencias legales y una apelación muy inteligente de la Novena Enmienda para respaldar su argumento.
Pedro pensó que tenía talento. Se había equivocado al creer que el fallo del Tribunal Supremo de 1969 era procedente para el caso, pero acertaba en el fondo de la cuestión; de hecho, existía una sentencia de 1990 que apoyaba su tesis.
Al cabo de una hora, Pedro comprendió que Simon se enfrentaba a un problema de implicaciones tremendas. La violación de los derechos de aquel estudiante universitario era tan descarada que le pareció indignante que el caso no hubiera llegado a los medios de comunicación.
Alcanzó el ordenador portátil y abrió el programa de correo.
Después, escribió a su secretario personal, a un compañero de la radio que siempre estaba interesado en ese tipo de cuestiones y a un amigo de la universidad que trabajaba para la Unión de Libertades Civiles. Si se ponían manos a la obra y buscaban la información necesaria, él se podría encargar cuando volviera a casa.
Justo entonces, recordó que le esperaba una semana de infarto y que no tendría tiempo para nada. Y en ese preciso momento, se dio cuenta de que necesitaba volver a la abogacía.
La necesidad de llamar a Paula se volvió más fuerte que antes. Era la única persona que entendía su entusiasmo con esas cosas.
Al pensar en ello, sonrió. Tenía la impresión de que el destino intentaba decirle algo.
Pero ya era demasiado tarde para llamar. Paula estaría durmiendo; y por otra parte, él tenía que descansar un poco.
Se lo diría al día siguiente, durante la cena.
***
La llamada llegó antes de lo esperado; pero cuando Paula vio el número de la clínica en la pantalla del teléfono, supo que su suerte estaba echada.
Ya sabía que la doctora Weiss la iba a despedir; lo sabía desde que Julia la llamó la noche anterior y le advirtió sobre una grabación que se había publicado en la página web de la emisora de radio. Cuando entró en ella y la escuchó, sus esperanzas laborales y vitales saltaron por los aires.
Era un montaje de su intervención en el programa de Pedro.
Lo habían manipulado de tal manera que ella quedaba como una bruja histérica.
—¿Dígame?
—Hola, Paula, soy la doctora Weiss.
La doctora se mostró tranquila y no levantó la voz en ningún momento mientras sermoneaba a Paula sobre su actitud profesional, la intimidad de los pacientes, la reputación de la clínica y las decisiones equivocadas. Incluso permitió que Paula se explicara y alimentó sus esperanzas, pero solo para aplastarlas a continuación.
Acto seguido, Weiss la despidió con el mismo tono tranquilo que había utilizado antes.Paula podía pasar por la tarde, cuando cerrara la clínica, a devolver las llaves y recoger sus pertenencias.
La noticia la dejó tan derrotada que no sabía qué hacer.
Había perdido todo lo que le importaba, todo por lo que había luchado.
Y no era culpa suya. Aunque hubiera actuado de forma irreflexiva, aunque hubiera tomado algunas decisiones equivocadas, no era culpa suya.
Su primer impulso fue el de culpar a Pedro; pero lo conocía lo suficiente como para saber que no tenía nada que ver con la grabación de la emisora. Sencillamente, no era su estilo.
Además, habría sido absurdo; era imposible que, después del fin de semana que habían pasado, se dedicara a manipular sus declaraciones en la radio para dejarla en mal lugar y destruir su imagen.
No, aquello era obra de Julieta. Pedro ya le había advertido de que era capaz de hacer cualquier cosa por aumentar la audiencia. Era la típica mujer narcisista y ambiciosa que no se detenía ante nada.
Pero saberlo no cambiaba en modo alguno la situación.
Estaba acabada.
Por muchas vueltas que le diera, no encontraba ninguna salida. Había trabajado muy duro en la universidad; había luchado con uñas y dientes para conseguir el puesto de interina en la clínica y ahora estaba en una vía muerta.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero las lágrimas no aliviaron su dolor.
Por masoquista que fuera, volvió a mirar la página web de la emisora. No llegó tan lejos como para torturarse otra vez con la maldita grabación, pero notó que el contador de visitas indicaba más de doscientas en la última hora y varias docenas de enlaces a otras páginas de Internet.
La velocidad de la red era una fuerza muy peligrosa, pero al menos servía para que Paula contemplara la destrucción de su imagen en tiempo real.
Al final, recogió el correo. Tenía un mensaje de Pedro.
He intentado llamarte, pero no quieres contestar el teléfono.
Paula pensó que no era exactamente así. En efecto, Pedro había llamado varias veces y ella no había contestado; pero no se trataba de que no quisiera contestar, sino de que no se sentía con fuerzas para hablar con él.
Aunque Pedro no tuviera la culpa de lo sucedido, estaba metido en el asunto.
El mensaje seguía así:
Pasaré a buscarte cuando termine el programa. Piensa en algún restaurante adonde ir. Ah, y llévate una bolsa con las cosas que necesites para pasar la noche… tu casa está llena de muebles quebradizos.
Por las palabras de Pedro, solo cabían dos posibilidades: que no supiera nada de la grabación de la emisora o que se hubiera vuelto loco.
En cualquier caso, Paula no quería salir a cenar con él.
Pasaría por la clínica a recoger sus cosas, pero más tarde, cuando las dejara en el piso, se encerraría en su habitación e intentaría dormir.
Se inclinó sobre el teclado y envió una respuesta a su nota.
Decía así:
Pedro, esta noche no quiero salir. Tal vez mañana.
Paula había estado a punto de contarle lo de la grabación de la emisora, pero se lo pensó mejor y decidió dejarlo para otro momento.
Estaba tan deprimida que, si hablaba de ello en su estado, se habría derrumbado.
Las Navidades anteriores, los padres de Paula le habían regalado una caja de herramientas para mujeres con un martillo, unos alicates y un juego de destornilladores, todos con mangos de color rosa fucsia y lila. Eran más pequeños de lo normal, aunque a Paula le habían servido para hacer reparaciones menores sin tener que pedir ayuda a su casero.
Pedro no podía imaginar que, en su pasión amorosa, iban a romper la puerta del cuarto de baño; y que, cuando quisiera arreglarla, tendría que trabajar con unas herramientas poco menos que inútiles.
—Necesitas herramientas de verdad —gruñó mientras metía la puerta en sus goznes—. Y una puerta nueva… Anda, pásame el martillo.
Cuando ella se inclinó para alcanzar el martillo, sintió dolor en todos sus músculos. No estaba acostumbrada al nivel de actividad física de la noche anterior.
Ni de la mañana anterior.
Ni de esa misma tarde.
—A mi puerta no le pasaba nada hasta que tú la has roto.
—¿Ah, sí? ¿Quién ha saltado sobre quién cuando estábamos en la ducha?
Ella se encogió de hombros.
—Sí, vale, he sido yo; pero lo de la puerta ha sido culpa de tu exuberancia. Si necesito una puerta nueva, la pagarás tú.
—Trato hecho.
Pedro se apartó de la puerta y la miró. No cerraba bien.
—Sigue estropeada, Pedro…
—Ya lo sé, pero he decidido que arreglarla no merece la pena. Compraré una nueva y me encargaré de que un carpintero la instale mañana por la mañana.
—Pedro… —dijo en tono de advertencia.
Pedro no le hizo el menor caso. Se acercó a ella por detrás y le pasó los brazos alrededor del cuerpo.
—Será mejor que aceptes lo del carpintero, Paula, porque el día no ha terminado. Si seguimos así, todavía podemos romper más cosas. Ya hemos destrozado una mesita, una puerta…
Los dedos de Pedro juguetearon con la camiseta ancha que Paula se había puesto después de que rompieran la puerta. Ella echó la cabeza hacia atrás y él le acarició un pezón mientras bajaba la otra mano a la entrepierna.
En ese momento, el mundo de Paula se reducía a Pedro.
Era lo único que le parecía real, lo único que necesitaba.
Sabía que pisaba un terreno peligroso, pero no
quería pensar en otra cosa; porque, si empezaba a pensar en lo que estaba sintiendo, se arrepentiría.
Se sentía tan bien y en tantos sentidos, que tenía miedo. No tanto como para pedirle que se marchara, pero el suficiente para preocuparla.
Desgraciadamente para ella, los muebles de su desvencijado apartamento no eran lo único que corría peligro.
* * *
Paula sabía que el fin de semana terminaría en algún momento. Y cuando Pedro suspiró y la besó en la frente, supo que ese momento se acercaba.
Habían estado charlando y tomando café después de comer, pero la conversación estuvo salpicada de silencios incómodos que anunciaban la despedida. En realidad, Paula lo imaginaba desde primera hora de la mañana, cuando dejó preparando una frittata para desayunar y, como en los viejos tiempos, la frittata se quemó porque Pedro aprovechó para seducirla.
Sin embargo, Paula estaba preparada.
Ya no era como en los viejos tiempos; aquélla era una situación nueva, completamente distinta.
—Tendré que irme pronto.
Paula asintió.
—Lo sé.
—Mañana tengo un programa en Cincinnati y mi vuelo despega…
—No pasa nada, Pedro. Tú tienes una vida y yo tengo otra. De hecho, debería volver a ella; voy retrasada con el trabajo.
Ella se levantó y recogió las tazas. Pedro la siguió a la cocina.
—Además, me temo que voy a tener una semana bastante complicada —continuó él.
Paula pensó que era una excusa, pero lo disimuló. O al menos, intentó disimularlo.
—Lo comprendo. Pero no te olvides de llamar al carpintero —dijo con tristeza.
Pedro frunció el ceño.
—¿Qué ocurre, Paula?
—Pedro, comprendo que estés ocupado, pero no tienes que darme explicaciones. Solo intentaba decirte que no espero nada de ti… salvo el carpintero, claro.
—¿Seguro?
—El fin de semana ha sido magnífico, pero los dos sabemos que no significa nada.
Pedro la miró con seriedad, como si le hubiera ofendido.
—Paula, solo intentaba decir que voy a estar muy ocupado todos los días; pero si quieres, podemos quedar de noche, cuando termine el programa.
Paula se sintió ridícula por haber dudado de él.
—Ah…
—Y por cierto, yo no me arrepiento de lo que ha pasado entre nosotros. ¿Tú sí?
—No, yo tampoco me arrepiento.
—Entonces, ¿qué te parece si cenamos mañana?
—Me parece bien.
Pedro se acercó a ella y la besó en los labios.
—Me gustaría quedarme contigo…
—Y a mí que te quedaras.
Él le guiñó un ojo y declaró:
—Te llamaré después. Lo digo en serio.
Un minuto después, se había marchado.
De repente, el piso se quedó terriblemente vacío. En ausencia de Pedro, todas las habitaciones parecían más grandes que nunca; y la casa, en silencio, parecía retener el eco de su voz.
Paula entró en su dormitorio y contempló el desastre que habían causado: la puerta del cuarto de baño estaba rota y la pantalla de la lamparita se había abombado cuando la tiraron al suelo.
Se tumbó en la cama y pensó en lo sucedido.
El aroma de Pedro seguía en las sábanas. Paula lo aspiró y se preguntó cómo podría concentrarse en sus problemas cuando no hacía otra cosa que pensar en él.
Había sido una semana de locura. Como en el pasado, su exmarido le había cambiado la vida por completo.
Pero debía reconocer que vivir con Pedro era cualquier cosa menos aburrida. En comparación, sus años anteriores le parecieron increíblemente grises. Se había concentrado tanto en su carrera que había dejado de disfrutar de las cosas. Y la reaparición de Pedro lo había cambiado todo.
Pensó que debía levantarse y hacer algo. Trabajar en los artículos de psicología que retrasaba siempre. Limpiar la cocina. Arreglar la lamparita. Cualquier cosa menos quedarse allí, obsesionándose un poco más.
El destino podía ser verdaderamente extraño. Cuando ya pensaba que su vida estaba encarrilada, aparecía Pedro y demostraba lo contrario.
No era una situación ideal; de hecho, ni siquiera había albergado la fantasía de volver con su exmarido; y si la hubiera albergado, no habría sido en esas condiciones. Pero sabía que la nueva situación estaba llena de posibilidades.
De las posibilidades que surgían de los cambios.
Sin embargo, había tantos cambios y tantas posibilidades que la cabeza le daba vueltas. O más bien, el corazón.
Porque todas esas posibilidades podían quedar en nada, en otra desilusión dolorosa.
Pero también cabía la opción contraria.
Miró a su alrededor otra vez y se preguntó si el mobiliario de su piso resistiría la aventura de estar con Pedro
Pedro oyó el teléfono móvil; ya había sonado antes, pero no estaba interesado en nada que no fuera la mujer que estaba tumbada a su lado.
Acarició los rubios mechones que le caían sobre el pecho y escuchó la respiración pausada de Paula. Los círculos oscuros que rodeaban sus ojos demostraban su agotamiento; pero era un agotamiento positivo, de haber pasado una noche entera dedicada al placer.
Sonrió y ella murmuró algo ininteligible en sueños.
En cambio, él no había podido dormir. Teóricamente, tenía que estar tan cansado como ella; pero se sentía tan satisfecho que el cansancio no se presentó.
A decir verdad, solo había un motivo para que no le hiciera el amor otra vez: que no la quería despertar.
La noche anterior, poco después de las diez, sintieron hambre y pidieron una pizza por teléfono. Mientras la degustaban, Pedro se dio cuenta de que Paula tenía reservas importantes sobre su relación; pero ella se las guardó para sí misma y él hizo exactamente lo mismo.
Ninguno de los dos quería arruinar el presente.
Si surgían repercusiones, arrepentimientos o sentimientos de culpabilidad, ya lo afrontarían más tarde. O mejor aún, el lunes.
De momento, tenían un fin de semana por delante y lo quería disfrutar.
Una vez más, acarició la mariposa de Paula. No era más que un tatuaje pequeño, un adorno sin importancia, pero por algún motivo, excitaba su libido y sus celos. No quería pensar en todos los hombres que lo habrían visto desde que se divorciaron. No quería pensar que su divorcio la había cambiado de un modo tan positivo que se había sentido obligada a tatuarse para celebrarlo.
Aquel tatuaje era un recordatorio de un pasado lleno de dolor.
Sin embargo, Pedro dejó de pensar en esos términos. El pasado estaba muerto. El presente era lo único que importaba.
Justo entonces, Paula cambió de posición y chocó contra su brazo. Al sentir el contacto, se llevó un susto y se sentó en la cama, sobresaltada.
Después, lo miró y se disculpó.
—Oh, lo siento. No estoy acostumbrada a dormir con nadie, y cuando he notado que me tocaban… lamento haberte despertado.
—No estaba dormido.
—¿No? ¿Es que no estás cansado?
Pedro sacudió la cabeza.
—No. Además, es poco más de medianoche.
Paula sonrió con malicia.
—Eso suena a desafío…
—Podría serlo.
—Y a mí me encantan los desafíos.
Paula bajó la cabeza y le lamió la base del cuello.
Pedro pensó que su exmujer había cambiado mucho desde el divorcio. Y que ahora le gustaba mucho más.