viernes, 6 de febrero de 2015

CAPITULO 11




—¿Intentas que te despidan? ¿Eso es lo que quieres?


Si no hubiera reconocido el número de Julia, Paula no habría contestado al teléfono. El maldito aparato no había dejado de sonar en toda la mañana.


—¿Por qué dices eso? La doctora Weiss solo me pidió que me tomara unas vacaciones. No quería despedirme.


—Eso fue antes del programa de radio; pero si no se calma, es muy posible que termines en la calle.


—¿Cómo? —preguntó, atónita—. ¿Por qué?


—Paula, te pidió que fueras discreta, que dejaras que las cosas se olvidaran.


—Sí, bueno, pero…


—¿Tan difícil era de entender?


—¿Cómo iba a saber yo que la doctora Weiss es oyente del programa de Pedro? Jamás lo habría imaginado.


—Pues lo es, Paula. Y menos mal que no ha visto el artículo de la edición matinal del Chicago A.M.


—¿Del Chicago A.M.?


—Oh, sí. Un artículo muy interesante —respondió con ironía—. Menciona la clínica y lleva una fotografía tuya como cobertura gráfica.


—Oh, no…


—Los teléfonos de la clínica han estado sonando desde las ocho de la mañana. Y la sala de espera está llena de clientes que exigen saber lo que está pasando.


Paula sintió pánico.


—Dios mío.


—¿Por qué lo has hecho, Paula? ¿Por qué tenías que participar en ese programa? —preguntó su amiga.


—No sé… ¿demencia temporal?


—Yo también soy psicóloga, Paula. Esa excusa no te va a servir conmigo.


—Solo intentaba arreglar las cosas, Julia.


—¿Arreglar las cosas? Maldita sea, despierta de una vez. El tiempo es lo único que puede solventar tu problema.


—Sí, ahora lo sé, pero yo quería… yo pensé… yo esperaba…


Julia le dejó hablar.


—¿Qué puedo hacer, Julia? Tal vez debería llamar a la doctora Weiss y explicarle lo sucedido. ¿Qué te parece?


—Que si la llamas, será peor. Está muy enfadada contigo.


—Pero…


—Deja que intervenga en tu favor. La excusa de la demencia temporal es demasiado evidente. Quizás pueda alegar un trastorno más creíble.


—Gracias.


—No me lo agradezcas todavía. No estoy segura de que la doctora Weiss esté dispuesta a hablar de ti. Lleva horas gritando tu nombre… y como te puedes imaginar, no dice cosas precisamente agradables.


Paula tragó saliva.


—Por favor, pídele disculpas a Alice en mi nombre. Habrá tenido que responder mil llamadas por mi culpa.


—Ah, eso no tiene importancia… curiosamente, Alice se lo está tomando bien. Creo que esta situación le gusta. A fin de cuentas, es emocionante y su trabajo suele ser muy aburrido —dijo con humor.


—Vaya, me alegra que esto sea bueno para alguien.


—No hagas nada que pueda molestar más a la doctora Weiss. Quédate en casa. Mantente alejada de Pedro y de los medios de comunicación. Y por lo que más quieras… no vuelvas al programa.


—No lo haré. Te lo prometo.


—Excelente. Por cierto, te ha estado buscando toda la mañana.


—¿Quién?


Pedro, por supuesto.


—¿Pedro?


—Llamó a la clínica porque no te podía localizar. Nos pidió que te diéramos un mensaje de su parte.


—¿Y por qué ha llamado a la clínica?


—Según Alice, porque imaginó que no querías contestar el teléfono y supuso que en algún momento te pondrías en contacto con nosotras.


—Comprendo.


—Quiere que lo llames.


—¿Ha dicho por qué?


—¿Qué importa eso? Te acabas de comprometer a mantener las distancias con ese hombre —le recordó.


—Solo era curiosidad.


Julia suspiró.


—Pues no ha dicho por qué. Y será mejor que tu curiosidad no te lleve a hacer algo estúpido como llamarle por teléfono.


—No, en absoluto. Además, estoy segura de que no me busca por un asunto de vida o muerte —afirmó.


—Buena chica. Mantén esa actitud y quédate unos días en casa. Yo intentaré tranquilizar a la doctora Weiss. Puede que se calme durante el fin de semana y que el lunes vuelva a la clínica de mejor humor.


—Gracias, Julia. Te debo una.


—No lo dudes ni por un momento, Paula. Si me despiden por tu culpa, no te lo perdonaré jamás.


Paula cortó la comunicación. Tenía intención de guardar el móvil y mantenerlo lejos de su alcance, pero no se pudo resistir a la tentación de comprobar las llamadas entrantes. 


Aunque nadie le había dejado un mensaje en el contestador, sabía que uno de aquellos números era el de Pedro.


Sacudió la cabeza y se levantó de la cama. No se podía quedar allí, maldiciendo su suerte y sintiendo lástima de sí misma.


Había cometido un error grave al aceptar la propuesta de hablar en el programa de radio, pero podía aprovechar el encierro en su casa para revisar sus informes, continuar con sus investigaciones e incluso pintar la cocina si llegaba a estar tan aburrida.


Mientras preparaba la cafetera, redactó mentalmente una lista con las cosas que tenía que hacer. Sabía que las lamentaciones no servían de nada; debía aprender la lección y seguir adelante con su vida.


Además, solo había sido un tropiezo.


Aún podía salvar una parte de su orgullo y, con suerte, también su carrera.




CAPITULO 10




Eran las diez de la mañana y Pedro no estaba de humor para hablar con Andy. Había pasado una noche terrible.


El encuentro con Paula y la conversación sobre su pasado lo habían dejado tan inquieto que no se podía concentrar en nada. Durante varias horas, no hizo otra cosa que pensar en ella. Y cuando por fin se acostó, sus pensamientos se transformaron en sueños eróticos que aún recordaba cuando despertó.


Solo le faltaba que Andy se presentara en su despacho. 


Sobre todo, porque su interés se limitaba a un nombre propio, el de Paula.


—Mi teléfono no dejó de sonar desde que empezó el programa. Fue un espectáculo increíble, una verdadera maravilla.


—Sí, bueno, Jesica estaría de acuerdo contigo. Pero si no te importa, tengo muchas cosas que hacer y…


Andy no captó o no quiso captar la indirecta.


—Jesica es genial. Tú eres genial —insistió—. He recibido tantas ofertas esta mañana que deberías considerar la posibilidad de asociarte con tu ex.


—¿Es que te has vuelto loco?


—No, lo digo completamente en serio. Deberíais llevar el espectáculo por todo el país; salir en televisión, conceder apariciones especiales…


—No, gracias. No me interesa. Y estoy seguro de que a Paula tampoco le interesará.


Andy hizo caso omiso.


—Los jefazos de la emisora y de la editorial están muy contentos. Quieren que Paula salga en el programa de forma habitual.


—No, no, nada de eso. Lo de anoche no se va a repetir.


—¿Por qué? Paula y tú sois una pareja perfecta.


Pedro soltó una carcajada.


—¿Perfecta? Mira, Paula aceptó la invitación porque Julieta le mintió y le dijo que serviría para que los medios se olvidaran de ella. Paula está deseando que todo esto pase. Y yo estoy de acuerdo con ella, aunque no exactamente por el mismo motivo.


—Pero…


—No hay peros que valgan. Esto termina ahora. Tú trabajas para mí, no para Julieta ni para los jefazos de la emisora y de la editorial. Si hay que encontrar algo que dé más dinero, busquemos algo que no involucre a Paula Chaves.


Pedro, yo no puedo controlar a la prensa. Soy bueno, pero no tan bueno. Hasta que no surja algo mejor, Paula y tú sois la pareja de moda. La gente os quiere juntos.


—Pues habrá que buscar algo mejor. ¿Por qué no te encargas de que alguno de tus otros clientes organice un escándalo? No sé, que se declare drogadicto o que lo detengan en una pelea de bar… cualquier cosa que llame la atención de los medios y consiga que se olviden de mí.


Andy sacudió la cabeza.


—Estás soñando en voz alta, Pedro. Ahora mismo, eres el niño mimado de los medios. No se olvidarán de ti.


Pedro se sintió muy frustrado. La aparición de Paula lo había complicado todo; había trastocado su vida profesional y descompuesto su estabilidad emociona], porque ya no podía dejar de pensar en ella.


Sin embargo, intentó convencerse de que solo estaba tenso por la acumulación de trabajo y por su largo periodo de celibato, consecuencia del exceso de trabajo. La gira del libro terminaría en dos semanas y él podría volver a su rutina habitual.


—Mira, hoy tengo cosas que hacer. Hay muchos hombres y mujeres que necesitan de mis servicios para poner punto y final al horror de sus matrimonios. Me temo que tú, el libro y el programa de radio tendréis que esperar.


Pedro


Pedro no le dejó hablar.


—De hecho, te prohíbo que me vuelvas a interrumpir antes del lunes —continuó—. No quiero llamadas ni telegramas ni mensajes de correo electrónico ni nada de nada; ni siquiera señales de humo. Pero tómatelo por el lado bueno. Tendrás tiempo de sobra para pensar en otra solución.


—Pero…


—Ya he dicho todo lo que tenía que decir. Si vuelvo a saber algo de ti antes del mediodía del lunes, estás despedido. ¿Ha quedado claro?


Andy dijo algo ininteligible. Pedro lo agarró de un brazo, lo llevó hacia la puerta y lo sacó del despacho.


Pedro


—Es mi última advertencia. No quiero saber nada de ti.


Al llegar a recepción, se cruzaron con Kara, una de las empleadas de Pedro en el bufete. La mujer soltó unas risitas al ver que arrastraba a Andy a la salida.


—Kara, hazme un favor y busca la cláusula de cese de contrato del señor Andy Field. Es posible que la necesitemos.


—Por supuesto, señor Alfonso.


Por fin, Pedro soltó a su agente.


—Hablaremos el lunes. Disfruta del fin de semana.


Andy asintió y se marchó del bufete. Pedro tuvo que refrenarse para no romper a reír; hacía mucho tiempo que no se sentía tan bien.


Cuando se giró, vio que la recepcionista lo miraba con la boca abierta. Y no era la única. Varios de los abogados, las secretarias y los administrativos observaban a su jefe con la misma expresión de asombro y humor.


—Bueno, ahora que ya estamos solos, ¿qué os parece si nos ponemos a trabajar y hacemos algo productivo?


Sus compañeros y empleados desaparecieron rápidamente en sus cubículos.


Pedro regresó al despacho e intentó trabajar. 


Lamentablemente, echar a Andy del bufete era mucho más fácil que sacarse a Paula de la cabeza.


Su ex necesitaba dinero; no sabía cuánto ganaba, pero por el barrio donde vivía, era obvio que su sueldo no daba ni para alimentar a un gato. Quizás se había equivocado al pensar que rechazaría la propuesta de Andy. A fin de cuentas, podría ganar mucho dinero si trabajaba con él.


Decidió llamarla y preguntar. No perdía nada por eso.


Alcanzó el teléfono y marcó su número. Pensándolo bien, era un plan excelente para todos. Paula saldría de la pobreza, Andy sería feliz y él podría trabajar sin más interrupciones y tener un fin de semana tranquilo.




CAPITULO 9






Paula empezaba a comprender que algunos de sus clientes se dieran a la bebida. Siempre les decía que el alcohol solo era una excusa, pero en ese momento habría dado cualquier cosa por tomarse una copa, relajarse un poco y dejar de pensar.


Aquella noche había sido muy difícil para ella. Se habían reabierto heridas que creía cerradas; heridas que, al parecer, no eran tan dolorosas para Pedro.


Se preguntó si tendría tanto aplomo con todo el mundo o si solo lo tendría con ella. Pero en cualquier caso, lo envidió. 


Era un hombre capaz de estar a punto de perder la paciencia y de ofrecerse un segundo después, tranquilamente, para llevarla a su casa.


—No, gracias. Julieta me ha enviado un coche y…


Pedro sacudió la cabeza.


—Olvídate de eso. Puede que Julieta te enviara un coche para que pasara a recogerte, pero te aseguro que no pedirá otro para llevarte a casa.


Paula, que ya había cambiado de opinión sobre la productora, sintió deseos de arrancarle pelo a pelo su preciosa melena.


—Diré en recepción que me pidan un taxi.


—No digas tonterías. Tengo el coche en el aparcamiento; puedo llevarte yo.


Ella no quería que la llevara. No quería, porque no podía correr el peligro de volver a meterse con él en un lugar tan pequeño, íntimo y oscuro como el interior de un coche. Su mente y su cuerpo le estaban gastando una broma pesada. 


Se sentía atraída por él. Cada vez que lo miraba, lo imaginaba desnudo.


—Te lo agradezco, pero supongo que no te pilla de camino…


—Eso no importa. Es lo menos que puedo hacer.


Como no se le ocurría ninguna excusa creíble para rechazar su ofrecimiento, Paula asintió. Además, un taxi le saldría caro y ya tenía bastantes problemas para llegar a fin de mes.


—De acuerdo. Acepto.


Pedro le abrió la puerta del estudio. Antes de salir, Julieta la saludó desde el otro lado del cristal y ella estuvo a punto de hacerle un corte de mangas.


Por suerte,Pedro se mantuvo en silencio durante el trayecto en el ascensor. De hecho, sacó su teléfono móvil y se dedicó a comprobar los mensajes, así que ella hizo lo mismo. No había nada importante, pero era una forma como otra cualquiera de mantener las manos y los ojos ocupados.


El aparcamiento estaba vacío y en penumbra.


Parecía salido de una de esas películas de terror que tanto gustaban a su ex y que tanto miedo le daban a ella.


Se estremeció sin poder evitarlo y Pedro lo notó.


—¿Estás bien?


Paula se encogió de hombros.


—Es que me siento como la típica rubia de las películas de terror, justo antes de que el psicópata de turno la ataque con una sierra eléctrica.


Pedro soltó una carcajada.


—Pero la rubia siempre está sola —le recordó—. Y lleva mucha menos ropa que tú.


El comentario de Pedro solo sirvió para aumentar su inquietud, aunque por motivos más propios de una película erótica.


—Sí, eso es verdad.


Un momento después, oyó el bip del coche de Pedro cuando éste pulsó el mando a distancia. Era un deportivo de color rojo, el sueño de cualquier adolescente.


Cuando llegaron, él le abrió la portezuela y ella soltó un silbido de admiración.


—Bonito coche. Por lo visto, el divorcio te sentó bien.


—Desde luego.


Pedro cerró la portezuela, dio la vuelta al coche y se sentó al volante. En cuanto estuvieron juntos, Paula lamentó haber aceptado su oferta. El interior del deportivo era tan pequeño que solo los separaban unos centímetros; bastaría que su ex moviera un poco la mano al meter una marcha para que le acariciara la pierna sin querer.


—¿No te parece que un deportivo rojo es un poco excesivo?
Pedro se encogió de hombros.


—A mí siempre me han gustado. ¿Es que no te acuerdas?


Ella lo recordaba perfectamente. Era uno de sus sueños; una de las cosas en las que pensaba cuando se ponía a cantar Si yo fuera rico, cuando tomaban cerveza fingiendo que era champán, cuando planeaban las vacaciones fantásticas que tendrían y cuando pensaban en la casa que, algún día, tendrían en propiedad.


Paula sonrió, pero la sonrisa desapareció enseguida. 


Acababa de comprender que Pedro había conseguido sus sueños sin ella.


—Sí, lo recuerdo. Pero ahora sé que los deportivos no son más que un sustituto material de las carencias emocionales de algunas personas.


Pedro le dedicó una sonrisa tan irónica que Paula lamentó haber pronunciado esas palabras.


—No recuerdo que tuvieras queja alguna de mis carencias emocionales. A decir verdad, parecías satisfecha conmigo.


Ella no dijo nada. Se había metido sola en una trampa y no quiso empeorar la situación.


Estuvieron en silencio durante unos minutos. Paula se dedicó a mirar la ciudad por la ventanilla, resistiéndose al deseo de mirar a su acompañante. Se sentía ridícula por estar tan incómoda. Solo era Pedro, su exmarido.


—Esta noche lo has hecho muy bien. Me refiero al programa.


Paula se sobresaltó al oír su voz.


—Ha sido más fácil y más difícil al mismo tiempo de lo que había pensado. Sé que es contradictorio, pero…


—No, lo entiendo perfectamente. Pero la mayoría de la gente no le hace tan bien como tú la primera vez.


Ella asintió.


—Bueno, debo decir que eres un gran profesional… No estoy de acuerdo con la mitad de las cosas que les dices a tus oyentes, pero me has dejado impresionada.


—Gracias.


—¿Qué te pasa, Pedro?


Él la miró con sorpresa.


—¿A mí? ¿Ahora?


—Decías que sentías pasión por la justicia y has terminado de abogado especializado en divorcios.


—¿Insinúas que representar a un cliente en un divorcio no es servir a la justicia?


—No, ni mucho menos; pero sé que viniste a Chicago con ambiciones mayores.


—Las cosas no salen siempre como las planeamos —dijo con un fondo de amargura—. Mi jefe me pidió que le echara una mano con un divorcio y yo acepté por hacerle un favor. Iba a ser un caso sencillo, sin complicaciones; pero se nos fue de las manos y salió en todos los periódicos.


—¿El caso de aquel jugador de fútbol? Recuerdo haberlo visto en la prensa.


Pedro asintió.


—Cuando más se alargaba, más oscuro se volvía; amantes, hijos naturales, acusaciones de abuso y de extorsión… y eso que los periódicos solo se enteraron de la mitad. La verdad era mucho peor —le explicó—. Y la división de las propiedades fue una pesadilla de tal calibre que el proceso se alargó dos años enteros. Cuando los medios olvidaron el asunto, yo tenía una cola de clientes con divorcios problemáticos que estaban locos por contratarme.


Paula le lanzó una mirada de asombro.


—¿Quieres decir que fue… un accidente?


—Sí.


—¿Y el programa de radio? ¿Y el libro?


—Oportunidades que se presentaron después. Habría sido un tonto si no las hubiera aprovechado.


—De modo que solo es un negocio para ti. Nada personal.


Él asintió.


—En efecto.


—Pues hay blogueros que afirman que tu especialización como abogado de divorcios se debe a nuestro matrimonio.


Pedro rio sin humor.


—Nunca imaginé que fueras tan ególatra, Pau. ¿De verdad crees que me dediqué a esto por ti?


—Bueno, yo pensaba que…


—¿Qué? ¿Qué me partiste el corazón y que me volví tan cínico y tan amargado que cambié de especialidad? —ironizó.


—No puedes negar que tienes cierto cinismo. Pero me alegra saber que no es culpa mía.


—Si hubieras visto lo que yo he visto durante los últimos siete años, tú también serías algo cínica con el matrimonio.


—¿No recuerdas en qué trabajo? He sido testigo de algunos de los peores divorcios que puedas imaginar… y también he conocido a algunas de las peores personas del mundo. Pero no me he vuelto una pesimista por eso.


—No, claro. Siempre fuiste una optimista nata.


—Y tú, un idealista.


—La gente cambia.


—Eso es cierto —contraatacó.


—Y tú eres la mejor prueba de ello.


—No estoy segura de entenderte…


Pedro cambió de marcha y le rozó la pierna. Paula se apartó tanto como pudo.


—Bueno, eres mucho más dura que antes. Y has perdido tu timidez.


—Tuve que cambiar para poder sobrevivir. Mudarme a Albany fue todo un reto. Estaba sola y ya no me podía esconder detrás de ti, de hecho, supongo que gran parte de lo que soy en la actualidad te lo debo a ti. Espero que no te lo tomes como un insulto. No pretende serlo —afirmó.


Pedro tardó unos segundos en hablar.


—Entonces, nos ha ido bien a los dos.


Paula pensó que la afirmación de su ex podía ser cierta, pero la verdad no sirvió para que se sintiera menos incómoda con él. Por suerte, la conversación se acercaba a su fin y decidió aprovechar la oportunidad.


—Gira a la izquierda en la siguiente y, a continuación, a la derecha.


Pedro siguió las instrucciones. Un minuto más tarde, detuvo el vehículo y ella alcanzó el bolso y se quitó el cinturón de seguridad.


—Gracias por traerme.


—¿Vives aquí?


Paula ya se había acostumbrado a los edificios viejos, los jardines sin cuidar y la ruina general del barrio, pero su tono de preocupación le recordó lo que ella misma había pensado cuando vio el edificio por primera vez.


—Sí, vivo aquí.


—No sé si es seguro que salgas sola… parece un barrio peligroso.


—Tu coche corre más peligro que yo. Deberías salir de aquí antes de que…


Pedro no le hizo ni caso.


—Ese edificio tiene tan mal aspecto como si estuviera a punto de derrumbarse. Dime que por dentro está mejor.


Paula se lo habría dicho si hubiera sido cierto, pero no lo era.


—¿Por qué te preocupa tanto? Mi domicilio no es asunto tuyo.


—No voy a permitir que salgas sola del coche.


De repente, Pedro pulsó el botón del cierre automático de las puertas.


—¿Qué estás haciendo? ¿Pretendes raptarme delante de mi casa? —preguntó ella, tan indignada como sorprendida.


—Si realmente fuera un rapto, te haría un favor. Por Dios, Paula, ¿por qué vives en un sitio como éste? Tienes un trabajo.


—Un trabajo de interina.


—¿Y qué?


Paula suspiró.


—No has prestado atención a nada de lo que dicho, ¿verdad? No sé en qué mundo vives, pero interino es una forma políticamente correcta de referirse a una de las muchas formas de esclavitud moderna.


—Explícate, por favor.


—Solo se diferencia de la esclavitud antigua en que mi esclavista cree que me está haciendo un favor por obligarme a trabajar más horas que nadie. Gano tan poco que solo puedo vivir en un barrio como éste.


—Bueno, si necesitas dinero…


—No, tengo lo necesario para pagar mis deudas. Además, dentro de unos meses tendré todas las horas de experiencia que necesito y podré buscar un trabajo decente. Hasta entonces, lo sobrellevaré tan bien como pueda.


—Entonces, tu seguridad actual procede de vivir en la pobreza…


Ella lo miró con exasperación.


—Tampoco se puede decir que viva como un mendigo. De hecho, mi piso no es mucho peor que el que tú y yo compartíamos.


—Pero si ese piso era un agujero…


Pedro le puso una mano en el brazo y ella se estremeció. 


Estaban cerca, demasiado cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo y hasta veía los latidos en las venas de su cuello. Si no se hubiera quedado sin aire, estaba segura de que habría respirado su aliento.


Carraspeó, nerviosa, y dijo:
—Te agradezco la preocupación, pero mi vida ya no es asunto tuyo. Buenas noches y buena suerte. Espero que no nos volvamos a ver.


Pedro se quedó atónito, pero apartó la mano y volvió a pulsar el botón.


—Adiós, Pedro.


—Maldita sea, Paula…


Paula no llegó a oír sus palabras. Salió del coche a toda prisa, cerró la portezuela y corrió por la escalera de la entrada. Todavía sentía el calor de la mano de Pedro en su brazo.


Como no había oído el motor del coche, supuso que su ex la estaba observando y sintió el deseo casi irresistible de darse la vuelta y mirar, pero se contuvo. Sacó la llave, abrió el portal y desapareció en el interior del edificio.


Solo entonces, Pedro arrancó y se marchó.


Cuando entró en la casa, Paula alcanzó una botella de vino y se dirigió al dormitorio. Luego, cambió el mensaje del contestador automático para que los pacientes que tuvieran alguna urgencia se dirigieran a la clínica Weiss.


No tenía fuerzas para solucionar los problemas de nadie.


Ya tenía bastante con los suyos.