viernes, 6 de febrero de 2015

CAPITULO 9






Paula empezaba a comprender que algunos de sus clientes se dieran a la bebida. Siempre les decía que el alcohol solo era una excusa, pero en ese momento habría dado cualquier cosa por tomarse una copa, relajarse un poco y dejar de pensar.


Aquella noche había sido muy difícil para ella. Se habían reabierto heridas que creía cerradas; heridas que, al parecer, no eran tan dolorosas para Pedro.


Se preguntó si tendría tanto aplomo con todo el mundo o si solo lo tendría con ella. Pero en cualquier caso, lo envidió. 


Era un hombre capaz de estar a punto de perder la paciencia y de ofrecerse un segundo después, tranquilamente, para llevarla a su casa.


—No, gracias. Julieta me ha enviado un coche y…


Pedro sacudió la cabeza.


—Olvídate de eso. Puede que Julieta te enviara un coche para que pasara a recogerte, pero te aseguro que no pedirá otro para llevarte a casa.


Paula, que ya había cambiado de opinión sobre la productora, sintió deseos de arrancarle pelo a pelo su preciosa melena.


—Diré en recepción que me pidan un taxi.


—No digas tonterías. Tengo el coche en el aparcamiento; puedo llevarte yo.


Ella no quería que la llevara. No quería, porque no podía correr el peligro de volver a meterse con él en un lugar tan pequeño, íntimo y oscuro como el interior de un coche. Su mente y su cuerpo le estaban gastando una broma pesada. 


Se sentía atraída por él. Cada vez que lo miraba, lo imaginaba desnudo.


—Te lo agradezco, pero supongo que no te pilla de camino…


—Eso no importa. Es lo menos que puedo hacer.


Como no se le ocurría ninguna excusa creíble para rechazar su ofrecimiento, Paula asintió. Además, un taxi le saldría caro y ya tenía bastantes problemas para llegar a fin de mes.


—De acuerdo. Acepto.


Pedro le abrió la puerta del estudio. Antes de salir, Julieta la saludó desde el otro lado del cristal y ella estuvo a punto de hacerle un corte de mangas.


Por suerte,Pedro se mantuvo en silencio durante el trayecto en el ascensor. De hecho, sacó su teléfono móvil y se dedicó a comprobar los mensajes, así que ella hizo lo mismo. No había nada importante, pero era una forma como otra cualquiera de mantener las manos y los ojos ocupados.


El aparcamiento estaba vacío y en penumbra.


Parecía salido de una de esas películas de terror que tanto gustaban a su ex y que tanto miedo le daban a ella.


Se estremeció sin poder evitarlo y Pedro lo notó.


—¿Estás bien?


Paula se encogió de hombros.


—Es que me siento como la típica rubia de las películas de terror, justo antes de que el psicópata de turno la ataque con una sierra eléctrica.


Pedro soltó una carcajada.


—Pero la rubia siempre está sola —le recordó—. Y lleva mucha menos ropa que tú.


El comentario de Pedro solo sirvió para aumentar su inquietud, aunque por motivos más propios de una película erótica.


—Sí, eso es verdad.


Un momento después, oyó el bip del coche de Pedro cuando éste pulsó el mando a distancia. Era un deportivo de color rojo, el sueño de cualquier adolescente.


Cuando llegaron, él le abrió la portezuela y ella soltó un silbido de admiración.


—Bonito coche. Por lo visto, el divorcio te sentó bien.


—Desde luego.


Pedro cerró la portezuela, dio la vuelta al coche y se sentó al volante. En cuanto estuvieron juntos, Paula lamentó haber aceptado su oferta. El interior del deportivo era tan pequeño que solo los separaban unos centímetros; bastaría que su ex moviera un poco la mano al meter una marcha para que le acariciara la pierna sin querer.


—¿No te parece que un deportivo rojo es un poco excesivo?
Pedro se encogió de hombros.


—A mí siempre me han gustado. ¿Es que no te acuerdas?


Ella lo recordaba perfectamente. Era uno de sus sueños; una de las cosas en las que pensaba cuando se ponía a cantar Si yo fuera rico, cuando tomaban cerveza fingiendo que era champán, cuando planeaban las vacaciones fantásticas que tendrían y cuando pensaban en la casa que, algún día, tendrían en propiedad.


Paula sonrió, pero la sonrisa desapareció enseguida. 


Acababa de comprender que Pedro había conseguido sus sueños sin ella.


—Sí, lo recuerdo. Pero ahora sé que los deportivos no son más que un sustituto material de las carencias emocionales de algunas personas.


Pedro le dedicó una sonrisa tan irónica que Paula lamentó haber pronunciado esas palabras.


—No recuerdo que tuvieras queja alguna de mis carencias emocionales. A decir verdad, parecías satisfecha conmigo.


Ella no dijo nada. Se había metido sola en una trampa y no quiso empeorar la situación.


Estuvieron en silencio durante unos minutos. Paula se dedicó a mirar la ciudad por la ventanilla, resistiéndose al deseo de mirar a su acompañante. Se sentía ridícula por estar tan incómoda. Solo era Pedro, su exmarido.


—Esta noche lo has hecho muy bien. Me refiero al programa.


Paula se sobresaltó al oír su voz.


—Ha sido más fácil y más difícil al mismo tiempo de lo que había pensado. Sé que es contradictorio, pero…


—No, lo entiendo perfectamente. Pero la mayoría de la gente no le hace tan bien como tú la primera vez.


Ella asintió.


—Bueno, debo decir que eres un gran profesional… No estoy de acuerdo con la mitad de las cosas que les dices a tus oyentes, pero me has dejado impresionada.


—Gracias.


—¿Qué te pasa, Pedro?


Él la miró con sorpresa.


—¿A mí? ¿Ahora?


—Decías que sentías pasión por la justicia y has terminado de abogado especializado en divorcios.


—¿Insinúas que representar a un cliente en un divorcio no es servir a la justicia?


—No, ni mucho menos; pero sé que viniste a Chicago con ambiciones mayores.


—Las cosas no salen siempre como las planeamos —dijo con un fondo de amargura—. Mi jefe me pidió que le echara una mano con un divorcio y yo acepté por hacerle un favor. Iba a ser un caso sencillo, sin complicaciones; pero se nos fue de las manos y salió en todos los periódicos.


—¿El caso de aquel jugador de fútbol? Recuerdo haberlo visto en la prensa.


Pedro asintió.


—Cuando más se alargaba, más oscuro se volvía; amantes, hijos naturales, acusaciones de abuso y de extorsión… y eso que los periódicos solo se enteraron de la mitad. La verdad era mucho peor —le explicó—. Y la división de las propiedades fue una pesadilla de tal calibre que el proceso se alargó dos años enteros. Cuando los medios olvidaron el asunto, yo tenía una cola de clientes con divorcios problemáticos que estaban locos por contratarme.


Paula le lanzó una mirada de asombro.


—¿Quieres decir que fue… un accidente?


—Sí.


—¿Y el programa de radio? ¿Y el libro?


—Oportunidades que se presentaron después. Habría sido un tonto si no las hubiera aprovechado.


—De modo que solo es un negocio para ti. Nada personal.


Él asintió.


—En efecto.


—Pues hay blogueros que afirman que tu especialización como abogado de divorcios se debe a nuestro matrimonio.


Pedro rio sin humor.


—Nunca imaginé que fueras tan ególatra, Pau. ¿De verdad crees que me dediqué a esto por ti?


—Bueno, yo pensaba que…


—¿Qué? ¿Qué me partiste el corazón y que me volví tan cínico y tan amargado que cambié de especialidad? —ironizó.


—No puedes negar que tienes cierto cinismo. Pero me alegra saber que no es culpa mía.


—Si hubieras visto lo que yo he visto durante los últimos siete años, tú también serías algo cínica con el matrimonio.


—¿No recuerdas en qué trabajo? He sido testigo de algunos de los peores divorcios que puedas imaginar… y también he conocido a algunas de las peores personas del mundo. Pero no me he vuelto una pesimista por eso.


—No, claro. Siempre fuiste una optimista nata.


—Y tú, un idealista.


—La gente cambia.


—Eso es cierto —contraatacó.


—Y tú eres la mejor prueba de ello.


—No estoy segura de entenderte…


Pedro cambió de marcha y le rozó la pierna. Paula se apartó tanto como pudo.


—Bueno, eres mucho más dura que antes. Y has perdido tu timidez.


—Tuve que cambiar para poder sobrevivir. Mudarme a Albany fue todo un reto. Estaba sola y ya no me podía esconder detrás de ti, de hecho, supongo que gran parte de lo que soy en la actualidad te lo debo a ti. Espero que no te lo tomes como un insulto. No pretende serlo —afirmó.


Pedro tardó unos segundos en hablar.


—Entonces, nos ha ido bien a los dos.


Paula pensó que la afirmación de su ex podía ser cierta, pero la verdad no sirvió para que se sintiera menos incómoda con él. Por suerte, la conversación se acercaba a su fin y decidió aprovechar la oportunidad.


—Gira a la izquierda en la siguiente y, a continuación, a la derecha.


Pedro siguió las instrucciones. Un minuto más tarde, detuvo el vehículo y ella alcanzó el bolso y se quitó el cinturón de seguridad.


—Gracias por traerme.


—¿Vives aquí?


Paula ya se había acostumbrado a los edificios viejos, los jardines sin cuidar y la ruina general del barrio, pero su tono de preocupación le recordó lo que ella misma había pensado cuando vio el edificio por primera vez.


—Sí, vivo aquí.


—No sé si es seguro que salgas sola… parece un barrio peligroso.


—Tu coche corre más peligro que yo. Deberías salir de aquí antes de que…


Pedro no le hizo ni caso.


—Ese edificio tiene tan mal aspecto como si estuviera a punto de derrumbarse. Dime que por dentro está mejor.


Paula se lo habría dicho si hubiera sido cierto, pero no lo era.


—¿Por qué te preocupa tanto? Mi domicilio no es asunto tuyo.


—No voy a permitir que salgas sola del coche.


De repente, Pedro pulsó el botón del cierre automático de las puertas.


—¿Qué estás haciendo? ¿Pretendes raptarme delante de mi casa? —preguntó ella, tan indignada como sorprendida.


—Si realmente fuera un rapto, te haría un favor. Por Dios, Paula, ¿por qué vives en un sitio como éste? Tienes un trabajo.


—Un trabajo de interina.


—¿Y qué?


Paula suspiró.


—No has prestado atención a nada de lo que dicho, ¿verdad? No sé en qué mundo vives, pero interino es una forma políticamente correcta de referirse a una de las muchas formas de esclavitud moderna.


—Explícate, por favor.


—Solo se diferencia de la esclavitud antigua en que mi esclavista cree que me está haciendo un favor por obligarme a trabajar más horas que nadie. Gano tan poco que solo puedo vivir en un barrio como éste.


—Bueno, si necesitas dinero…


—No, tengo lo necesario para pagar mis deudas. Además, dentro de unos meses tendré todas las horas de experiencia que necesito y podré buscar un trabajo decente. Hasta entonces, lo sobrellevaré tan bien como pueda.


—Entonces, tu seguridad actual procede de vivir en la pobreza…


Ella lo miró con exasperación.


—Tampoco se puede decir que viva como un mendigo. De hecho, mi piso no es mucho peor que el que tú y yo compartíamos.


—Pero si ese piso era un agujero…


Pedro le puso una mano en el brazo y ella se estremeció. 


Estaban cerca, demasiado cerca. Podía sentir el calor de su cuerpo y hasta veía los latidos en las venas de su cuello. Si no se hubiera quedado sin aire, estaba segura de que habría respirado su aliento.


Carraspeó, nerviosa, y dijo:
—Te agradezco la preocupación, pero mi vida ya no es asunto tuyo. Buenas noches y buena suerte. Espero que no nos volvamos a ver.


Pedro se quedó atónito, pero apartó la mano y volvió a pulsar el botón.


—Adiós, Pedro.


—Maldita sea, Paula…


Paula no llegó a oír sus palabras. Salió del coche a toda prisa, cerró la portezuela y corrió por la escalera de la entrada. Todavía sentía el calor de la mano de Pedro en su brazo.


Como no había oído el motor del coche, supuso que su ex la estaba observando y sintió el deseo casi irresistible de darse la vuelta y mirar, pero se contuvo. Sacó la llave, abrió el portal y desapareció en el interior del edificio.


Solo entonces, Pedro arrancó y se marchó.


Cuando entró en la casa, Paula alcanzó una botella de vino y se dirigió al dormitorio. Luego, cambió el mensaje del contestador automático para que los pacientes que tuvieran alguna urgencia se dirigieran a la clínica Weiss.


No tenía fuerzas para solucionar los problemas de nadie.


Ya tenía bastante con los suyos.





No hay comentarios:

Publicar un comentario