jueves, 5 de febrero de 2015

CAPITULO 8




Paula estuvo perfecta durante el resto del programa. Sin embargo, Pedro la conocía y sabía que algo no andaba bien. Solo lo miraba a los ojos cuando era absolutamente necesario, y nunca más de un segundo. Durante los descansos, se interesaba por las cuestiones técnicas y charlaba un poco con Julieta; pero Pedro notó que su interés era fingido y que había perdido la energía del principio.


Cuando terminaron, la productora los felicitó.


—Gran espectáculo, chicos. Los cretinos de la dirección estarán encantados. Incluso he recibido varias llamadas de los programas matinales…


—¿De los programas matinales? —preguntó Paula—. ¿Qué quieres decir?


—Que sois un éxito y que todo el mundo quiere saber más.


Paula palideció.


—Espera un momento… ¿qué es eso de que quieren saber más? Mi compromiso se limitaba a este programa. Se trataba de aclarar las cosas para que los medios de comunicación me dejaran de molestar.


Pedro rio.


—¿De dónde sacaste esa idea? ¿Quién te dijo que te dejarían de molestar?


—Ella —respondió Paula, señalando a Julieta.


Julieta se encogió de hombros.


—Pues te mintió —afirmó Pedro.


Paula lanzó una mirada de ira a Julieta antes de girarse hacia su ex.


—Y tú también me has mentido.


—¿Yo? Yo no he dicho eso en ningún momento.


—¿Cómo que no? Dijiste que, si conseguíamos que nuestro matrimonio resultara aburrido, el resto sería como coser y cantar.


—Pero no me refería a tus problemas, sino al programa…


Paula contuvo el aliento.


—Oh, Dios mío.


Ella empezó a caminar de un lado a otro, nerviosa.


—Esto va a empeorar, ¿verdad? —continuó.


—Bueno, no te voy a mentir. El interés de los medios no suele desaparecer de la noche a la mañana.


Paula se llevó las manos a la cabeza.


—Pero al final, desaparece —añadió Pedro—. Sobre todo, si encuentran algo que les interese más.


—¿Y qué puede haber más interesante que Pedro Alfonso? —murmuró ella, desesperada—. No sabes cuánto te odio, Pedro.


Pedro ni siquiera se inmutó.


—Menuda sorpresa. Lo sé desde hace mucho tiempo, Pau. No se puede decir que sea una noticia nueva.


La actitud de Paula cambió de repente. Seguía enfadada, pero hundió los hombros y su tono se volvió más apagado.


—Pues para mí, lo es. No sabía que fuera capaz de odiar.


—¿En serio? Si abandonas a personas a las que no odias, ¿qué serías capaz de hacer con las que odias?


Paula apretó los dientes.


—Yo no te abandoné. Tuve que marcharme —puntualizó—. Y me fui porque estabas tan centrado en ti mismo que te olvidaste de mí.


—¿Que yo me olvidé de ti?


—En efecto. No me dedicabas atención. Era como si no estuviéramos casados, como si me tomaras por una simple compañera de piso.


—Eso es una locura, Pau.


—En primer lugar, deja de llamarme Pau.


Pedro no dijo nada.


—Y en segundo lugar, yo estoy más cualificada que tú para decidir qué es y qué no es una locura. Yo estaba allí, contigo. Sé lo que estoy diciendo.


—Yo también estaba allí, Paula. Pero tu definición de compañera de piso me intriga un poco… ¿es que te acuestas con todos tus compañeros de piso?


Ella se ruborizó.


—No hay necesidad de ser groseros, Pedro.


—No soy grosero. He hecho una pregunta perfectamente legítima. Ten en cuenta que yo no me suelo acostar con mis compañeros de piso… creo que eres tú quien confundes esa categoría con la de estar casados.


—Yo no confundo nada. Una esposa es una persona con quien consultas las cuestiones importantes, como dónde vas a vivir o qué vas a hacer en el futuro. En cambio, con los compañeros de piso no hay que consultar nada.


—Pero una esposa también es una persona que se debería alegrar cuando a su marido le ofrecen un trabajo magnífico después de haber sufrido años y más años de pobreza y dificultades.


—No podías esperar que me fuera contigo…


—Por todos los diablos, Pau… Yo no te pedí que te mudaras a Camboya; solo te pedí que nos marcháramos a Chicago, donde podías seguir con tus estudios… y paradójicamente, al final has terminado en esta misma ciudad.


Ella sacudió la cabeza.


—Sigues sin entenderlo,Pedro. Te dejé porque yo retrasé mis planes para que tú pudieras estudiar Derecho, porque me prometiste que después harías lo mismo por mí. Y no cumpliste tu palabra.


—Ah, claro. De modo que la solución más razonable para un simple desacuerdo es el divorcio. Me sorprende que te dediques a dar consejos a matrimonios cuando lo primero que hiciste tú fue a acudir a los tribunales.


—Vamos, Pedro… sabes perfectamente que el problema no eran tus estudios ni los míos, sino el simple hecho de que no me prestaras atención. Eras un egoísta. Yo no podía vivir con una persona que despreciaba mis sueños.


—¿Egoísta? ¿Por qué no te escuchas a ti misma? Todo lo que sale de tu boca es yo, yo, yo, yo… Veo que no has cambiado nada con el tiempo. Cada vez que te surge un problema, vienes a mí para que te lo solucione.


—Maldito…


Pau se mordió la lengua, respiró hondo y continuó:
—Está bien, de acuerdo. Admito que era muy joven y muy irresponsable cuando nos casamos. Incluso admito que me apoyé demasiado en ti. Pero no tuve más remedio que cambiar cuando te dejé.


—Y me dejaste por una tontería. Querías ir a Albany y yo necesitaba ir a Chicago. Pero en lugar de buscar una solución, me pediste el divorcio.


—Si realmente me hubieras pedido que me marchara contigo a Chicago, lo habría hecho sin dudarlo. Pero en realidad, no me lo pediste. Hiciste algo muy diferente… diste por sentado que lo haría, que estaba obligada a hacerlo.


Pedro bufó.


—Vaya, creía que eras especialista en psicología, no en revisionismo histórico.


—¿Cómo? —preguntó, confusa.


—Solo recuerdas lo que quieres recordar. Te has convencido a ti misma de que todo fue culpa mía y de que tú eres una víctima inocente.


—Déjalo ya, Pedro. Te prometo que yo…


Paula cerró los ojos y volvió a respirar hondo. Estaba demasiado alterada para seguir hablando.


Cuando por fin se tranquilizó, dijo:
—Dios mío, no puedo creer que estemos discutiendo por eso. No es bueno para ninguno de los dos. No es saludable.


—En eso estoy de acuerdo.


Ella sacudió la cabeza.


—Bueno, da igual. Será mejor que me marche.


De repente, Pedro la miró con cariño. Él tampoco quería discutir con ella; y mucho menos, hacerle daño.


—Paula…


Pedro… —lo interrumpió—. No, no, sigue tú, por favor.


—No, las damas primero.


Paula lo miró fijamente.


—Agradezco lo que has intentado hacer por mí esta noche, Pedro. La culpa es mía por no haber entendido lo que pasaba. Si lo hubiera pensado con más detenimiento, me habría dado cuenta de que un programa de radio no podía ser la solución de mis problemas… Tú no has hecho nada malo. Ni siquiera era tu responsabilidad. Creo que volveré a casa, haré las maletas y me marcharé a Canadá.


Él asintió.


—Buena idea. Unas vacaciones te vendrían bien. Incluso es posible que los medios se hayan olvidado de ti cuando regreses.


Paula se pasó una mano por la cara y se levantó de la silla.


—Por cierto, ¿qué ibas a decir, antes?


—¿Antes?


—Sí, cuando te he interrumpido…


Pedro la miró durante unos momentos. Sabía que dar vueltas al pasado era una equivocación, y que alejarse de su ex era lo mejor que podía hacer.


Pero a pesar de ello, contestó:
—¿Necesitas que te lleve a casa?





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