Años antes, había reverenciado a Pedro; su fuerza, su pasión y su carisma lo convertían en un semidiós a ojos de Paula. Pero durante la semana siguiente, empezó a considerar la posibilidad de que hubiera pasado de semidiós a dios después de separarse de ella.
Cuando Pedro hablaba, la gente escuchaba; cuando quería algo, lo conseguía. Si entraba en un restaurante, tenía una mesa en cuestión de segundos; si entraba en un bar, le invitaban a copas o le enviaban una botella de champán como regalo. Jugaba al póquer con el alcalde y al golf con el hijo del gobernador. Paula no se habría extrañado si hubiera tenido línea telefónica directa con el presidente.
Por supuesto, sabía que era famoso y que era popular; pero no había imaginado que fuera tan famoso y tan popular.
Y le molestaba un poco. O más que un poco.
Paula sabía que era simple envidia. De hecho, Pedro no hacía alarde de su influencia ni le daba importancia; cuando alguna vez se lo mencionaba, se encogía de hombros y lo desestimaba como una consecuencia normal de su trabajo.
Pero se sentía incómoda de todas formas y volvía a su piso de vez en cuando para no sentirse tan pequeña a su lado.
Aquél fue uno de esos días. Cuando llegó al edificio, descubrió que un fotógrafo estaba esperando en la entrada.
Sin embargo, ella se limitó a sonreír y a saludar. Pedro tenía razón al afirmar que debía cambiar de actitud; durante los días anteriores había participado en otro programa de radio y se había dejado ver en varios acontecimientos públicos. El resultado era tan positivo que ya no la tomaban por una loca, sino por la mujer que podía domesticar a Pedro Alfonso.
Desgraciadamente, todavía debía tomar una decisión sobre su vida. A fin de cuentas, seguía sin trabajo y sin dinero.
Sin embargo, aquel día había vuelto a su piso por un motivo distinto al habitual. Aunque Pedro y ella estuvieran explorando las posibilidades de su relación, no quería acostumbrarse a su mansión de Lakeshore Drive ni a sus coches lujosos. Volver allí era una forma perfecta de recordar que no debía dejarse llevar por el lujo y que aún no tenía nada permanente.
Estaban disfrutando mucho; habían curado algunas de sus heridas y enterrado algunos de los fantasmas del pasado.
Eso era tan sano como positivo. Y también lo era que su orgullo se hubiera recuperado durante el proceso.
Pero no quería hacerse ilusiones.
Abrió el ordenador y recogió el correo para ver si había respuesta a alguna de sus múltiples peticiones de trabajo.
No encontró lo que estaba buscando, pero vio un
mensaje de Andy que le llamó la atención. Pedro le había pedido que le echara una mano, en calidad de agente, para buscarle más colaboraciones en los medios.
Lo siento, Paula, nadie te quiere contratar. Sinceramente, has perdido todo interés desde que Pedro y tú sois pareja.
No era la primera vez que alguien se refería a Pedro y a ella como pareja; la red estaba llena de especulaciones sobre la relación amorosa entre el abogado especializado en divorcios y la consejera matrimonial. Pero era la primera vez que Andy utilizaba esa expresión. Si un hombre como él lo daba por sentado, es que efectivamente eran pareja.
Al cabo de un rato, sonó su teléfono móvil.
—¿Sí?
—Soy yo, Paula. ¿Se puede saber dónde diablos te has metido?
—En casa.
Pedro reaccionó con extrañeza.
—¿En casa? Pues no lo entiendo, la verdad. Precisamente, te acabo de llamar al teléfono fijo…
Ella suspiró.
—Me refiero a mi casa, no a la tuya.
—¿Y por qué insistes en volver allí? Mi casa es más grande y más cómoda.
—Ya hemos mantenido esa conversación, Pedro —dijo, exasperada—. ¿Qué querías?
—Nada, es que tengo un día de locura y me he dejado un documento importante en la cocina —respondió.
—Sí, vi unos documentos cuando fui a prepararme un café.
—Quería pedirte el favor de que me lo traigas… a cambio, te invito a comer.
Paula consideró la propuesta. Tendría que ir a casa de Pedro, recoger lo que quería y llevárselo. Para entonces, ya sería hora de comer. Y por otra parte, no tenía mucho que hacer en su piso.
—Está bien, acepto.
—Muchas gracias, Pau. Te veo dentro de un rato.
Paula alcanzó las llaves y el bolso, salió del piso, cerró la puerta, saludó al fotógrafo de la entrada y se alejó.
Ya estaba de camino cuando se dio cuenta de que Pedro no necesitaba pedirle un favor para conseguir los documentos que quería. Tenía tantos ayudantes y secretarias que cualquiera de ellos podría haber ido a buscarlos.
Al pensarlo, se estremeció. La estaba tratando como si volviera a ser su esposa. Y no le gustó nada. Empezaban a caer en las viejas costumbres. Si no se andaba con cuidado, terminaría planchándole las camisas.
Definitivamente, no iban por buen camino.
Si quería ser su igual, tendría que cambiar las cosas.
***
La recepcionista avisó a Pedro de que Paula se dirigía a su despacho.
Miró el reloj y pensó que llegaba pronto. Tendría tiempo de devolver la documentación a Simon para que se reuniera con Mark, su amigo de la Unión por las Libertades Civiles.
Más tarde, cuando él terminara con la gira de su libro, podría dedicar parte de su tiempo al caso del joven.
Paula llamó a la puerta unos segundos después. Tenía buena cara, pero no se dejó engañar; aunque se había librado de la presión de los medios, estaba preocupada por su licencia de psicóloga, por sus problemas económicos y porque no conseguía trabajo.
Sin embargo, se negaba a aceptar su dinero. Quería salir adelante sola, sin su ayuda, lo cual irritaba a Pedro. Permitía que le echara una mano con la prensa y le ofrecía su cuerpo y su cama todas las noches, pero había erigido una muralla alrededor de su corazón y le cerraba el paso en el resto de las cosas.
—¿Te encuentras bien? —preguntó al verla.
—Sí. Aquí tienes los documentos que querías… y uno más que he encontrado en la mesita del salón.
Pedro se levantó y le dio un beso en los labios. Paula no protestó, pero tampoco se lo devolvió.
—Gracias, Pau, me has salvado la vida. Se los daré a Simon y nos iremos a cenar inmediatamente.
—No tengo hambre, pero gracias de todas formas.
Pedro se apoyó en la mesa. La conocía bien y sabía que ese tono de voz ocultaba algo.
—¿Qué ocurre?
—Nada.
Él esperó.
—Que no soy tu recadera. La próxima vez que necesites algo, pídeselo a alguno de tus ayudantes.
—No pensé que te molestara…
—¿Por qué? ¿Porque no tengo nada que hacer? ¿Porque no tengo trabajo?
Pedro mantuvo la calma.
—¿Me creerías si te dijera que solo ha sido una excusa para que vinieras al despacho y comieras conmigo?
—No, pero mejoraría algo las cosas.
—Si estabas ocupada, ¿por qué no lo has dicho?
—Sabes perfectamente que no estaba ocupada.
—¿Entonces?
—Pedro, no deberíamos recuperar viejas costumbres. Los dos lo lamentaremos en algún momento.
Pedro asintió.
—Está bien. La próxima vez enviaré a uno de mis ayudantes.
—Gracias. Y ahora, me puedes invitar a comer.
—Así que tienes hambre…
—Es posible.
—¿Solo posible? ¿A qué estamos jugando, Pau?
—A nada. Ya estamos mayorcitos para juegos.
—Sí, claro. Y nos conocemos demasiado para jugar, ¿verdad? —declaró con humor. Paula sonrió.
—Supongo que sí. Por cierto, ¿esos documentos son del caso del que me habías hablado?
Pedro asintió una vez más. Le había contado toda la historia, con todo lujo de detalles, y Paula la había escuchado con la misma sonrisa y la misma atención que le dedicaba en los viejos tiempos.
—En efecto. Voy a enviar a Simon a la Unión por las Libertades Civiles, para que se reúna hoy mismo con mi amigo.
—Me alegra observar que has recuperado la pasión por el Derecho…
—Y a mí, Pau. Ya era hora.
—Pero tienes tantas cosas que hacer que no le podrás dedicar ni un minuto. ¿De dónde vas a sacar el tiempo?
—Espera un momento, por favor.
Pedro salió al pasillo y llamó a uno de sus colaboradores.
Después, le dio los documentos, le pidió que se los llevara a Simon y volvió al despacho.
—Voy a cambiar algunas cosas en el futuro, Pau. He estado tan concentrado en el mundo del espectáculo que olvidé que soy abogado.
—Me alegro por ti. El chico del caso tiene mucha suerte… tu talento y tu fama le serán de gran ayuda.
—Desde luego, no le harán daño —dijo él—. Los medios de comunicación han despreciado el caso, pero…
—Pero los dos sabemos que, si lo llevas tú, saldrá en todas las portadas —lo interrumpió Pau.
Pedro notó su tono de sarcasmo y preguntó:
—¿Qué pasa, Pau? ¿Te arrepientes de haber caído en mi órbita?
—No es eso. Bueno, sí, me arrepiento un poco —corrigió—. Preferiría no haber perdido mi trabajo, aunque estar contigo…
—¿Sí?
—Estar contigo no está mal —admitió.
El comentario de Paula no era precisamente entusiasta, pero Pedro la conocía bien y supo que intentaba ser un halago.
La tomó entre sus brazos y la besó. Paula respondió con la misma pasión y lo excitó tanto que le levantó la camiseta para poder tocar su piel.
—¡Pedro! Podrían vernos…
—La puerta está cerrada. Nadie nos verá.
Ella soltó un grito ahogado al sentir que le desabrochaba el sostén.
—No he venido para hacer el amor contra la mesa de tu despacho —protestó ella, débilmente.
Él le acarició los senos un momento y, acto seguido, se apartó de ella y se apoyó en la mesa.
—Está bien, como quieras…
Paula le dedicó una mirada tan llena de frustración y de deseo que Pedro sonrió y dijo:
—Aunque, por otra parte, los psicólogos no son los únicos profesionales que tumban a sus pacientes en las consultas.
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