miércoles, 4 de febrero de 2015

CAPITULO 2





—Eres una fuerza de la naturaleza, amigo mío; un hombre increíble. ¿Necesitas algo? ¿Un refresco? ¿Un vaso de agua, quizás? Por cierto, me encanta la camisa que llevas. Te queda muy bien.


Pedro Alfonso no se sintió halagado por la exuberancia de Andy Field ni insultado cuando Andy se alejó de repente, demostrando la falta de sinceridad de sus palabras. 


Formaba parte de su trabajo. Andy lo veía todo en función de su quince por ciento; y en ese momento, Pedro era el autor más lucrativo al que representaba. Además, Andy era su agente literario, no su amigo. Y también era un agente literario que le hacía ganar mucho dinero.


Su relación no podía ser más beneficiosa.


Cuando se acercó la última persona de la fila, Pedro le firmó un ejemplar del libro y se lo dio, haciendo un esfuerzo por no prestar atención a su sonrisa seductora ni a su escote más que generoso. En cuanto la vio, supo que estaba buscando marido. Y sus palabras confirmaron la hipótesis.


—¿Puedo tutearlo, señor Pedro?


—Cómo no.


—Tu libro me ayudó mucho cuando me divorcié, pero ¿sabes una cosa? Creo que en el fondo de mi corazón sigo siendo una romántica.


La mujer sonrió y se inclinó hacia delante, ofreciéndole una vista más cercana de sus pechos.


—¿Y tú? —continuó ella—. ¿Todavía estás buscando el amor verdadero?


Pedro intentaba potenciar su aspecto de divorciado amargado, porque le evitaba situaciones como ésa. Pero el truco no servía con algunas mujeres. En lugar de entenderlo como una advertencia, se lo tomaban como un desafío.


—No creo que el amor verdadero exista —respondió.


—Quizás, porque no has encontrado a la mujer correcta…


Pedro maldijo a Andy para sus adentros por haberlo dejado solo ante el peligro. Justo entonces, oyó el clic de una cámara y supo que esa mujer y sus grandes pechos se iban a convertir en la portada de alguna publicación.


Desesperado, miró a su alrededor.


Su agente estaba hablando con una rubia, pero no le pudo ver la cara porque se encontraba de espaldas a él. La rubia se había recogido el pelo en una coleta que oscilaba entre sus hombros cuando hablaba. Llevaba una camiseta blanca que se ajustaba maravillosamente a una espalda deliciosa y a una cintura estrecha antes de desaparecer en el interior de unos vaqueros desgastados.


Cuando contempló el contenido de aquellos vaqueros, sintió un interés muy superior al que había sentido con el escote de su admiradora. Era un trasero precioso. Y extraordinariamente familiar.


Un segundo después, la rubia se dio la vuelta.


Paula.


Ella se cruzó de brazos y lo miró a los ojos.


Él llegó a dos conclusiones: la primera, que los años se habían portado bien con su ex; la segunda, que estaba enfadada.


Andy le dio un golpecito a Paula en el hombro y Pedro se levantó de inmediato. Conocía a su agente; si se empeñaba, era perfectamente capaz de destrozar a alguien con su manejo del idioma y su mirada de tiburón. Y estaba a punto de dedicarle su tratamiento especial a Paula.


—Disfruta del libro. Espero que te ayude la próxima vez.


Dejó plantada a la mujer del escote y caminó hacia su ex. 


Paula entrecerró sus ojos azules, llenos de ira.


Durante unos instantes, consideró la posibilidad de dejarla en manos de Andy; pero su conciencia se lo impedía. Habría sido como dejar a un niño a expensas de un matón. 


Además, sentía curiosidad; quería saber por qué aparecía de repente, después de siete años.


Ya no tenía su antiguo aspecto juvenil, de universitaria, pero había ganado en atractivo y la delicadeza de sus rasgos se llevaba mal con su gesto de enojo. Pedro bajó la mirada y contempló sus pechos bajo la camiseta; se erguían hacia arriba como si quisieran llamar su atención.


Paula pareció adivinar los pensamientos de Pedro, porque puso los brazos en jarras y apretó los labios. Con su cabello rubio claro, sus ojos azules, su estatura pequeña y su mirada de irritación, parecía una Campanilla enfadada.


Andy seguía a su lado, hablando, pero Paula ya no le hacía caso.


Solo tenía ojos para él.


—Lo siento, Pedro, pero esta mujer…


Pedro le hizo un gesto para que guardara silencio. Andy obedeció y Paula apretó los dientes.


—Qué sorpresa, Paula. Me siento halagado por tu visita.


Ella sacudió la cabeza.


—Pues no deberías. Eres hombre muerto, Pedro.


Andy dio un paso atrás y dijo:
—Llamaré a los de seguridad.


—No es necesario. Te presento a Paula Chaves. Mi ex.


Andy frunció el ceño.


—¿Por qué no me lo habías dicho? —le preguntó el agente.


—¿Podrías dejarnos a solas un momento? —respondió Paula—. Necesito hablar con Pedro. En privado.


Andy miró a Pedro, que asintió.


—No te preocupes. Déjanos solos. Estoy seguro de que Paula no tiene intención de asesinarme.


—¿Quieres apostar? —dijo ella.


—Te recuerdo que estamos en una librería, delante de cincuenta personas. Dudo que quieras organizar una escena —le advirtió Andy.


Paula echó un vistazo al establecimiento, soltó un suspiro y le dedicó la más falsa de sus sonrisas.


—No, por supuesto que no. Solo quiero charlar unos minutos con Pedro.


Pedro la tomó del brazo y la llevó al almacén donde él mismo había estado esperando antes de que empezara el acto.


—¿Te parece bien aquí?


Mientras él cerraba la puerta, ella preguntó:
—¿Cómo has podido, Pedro?


—¿A qué te refieres? Tendrás que ser más explícita.


Paula abrió el bolso, sacó un ejemplar de su libro y se lo mostró.


—A esto. Me refiero a esto.


Pedro lo miró, pero sin entender nada.


—¿Quieres que te lo dedique? ¿O que se lo dedique a alguna amiga tuya?


—Ni lo uno ni lo otro. Ya tengo tu firma. En los papeles del divorcio.


—Entonces, ¿qué quieres? ¿Consejo legal?


Ella ladeó la cabeza. La coleta se le quedó delante del cuerpo, con la punta sobre el cuello de la camiseta, a pocos centímetros de sus pechos.


—Ahora que lo pienso, lo del consejo legal estaría bien… dime, ¿qué diferencia hay entre la calumnia y la difamación?


—¿Cómo? ¿Qué has dicho?


—Lo que has oído. Quizás debería denunciarte.


Pedro la conocía y sabía que no se sabía expresar cuando perdía los papeles. Pero aquello le pareció excesivo.


—Por qué no te tranquilizas un poco y me dices…


—No te atrevas a mostrarte condescendiente conmigo —lo interrumpió—. Tu programa de radio ya era bastante malo, pero este libro…


Él dudó. No sabía si aplacarla o contra atacar.


—Mira, no creo que…


—Y ahí está el problema —continuó Paula—. ¿No te has parado a pensar que la opinión pública puede estar interesada en la exmujer del abogado especializado en divorcios más popular del país?


Pedro intentó intervenir; pero Paula, que había empezado a caminar de un lado a otro, siguió hablando.


—¿No has pensado que la gente puede creer que algunas de las cosas que cuentas en la radio y en tu libro forman parte de tu experiencia personal? ¿No se te ha ocurrido que la prensa me buscaría a mí para obtener mi versión a alguna historia especialmente jugosa?


—¿Estás enfadada porque algunos medios de la prensa amarilla quieren sacarte información para utilizarla en mi contra? —preguntó, perplejo.


Ella se volvió a cruzar de brazos.


—¿Algunos medios? Son todos los medios, Pedro. Toda la prensa, todos los canales de televisión por cable y todos los malditos blogueros del universo. ¿Es que no lees lo que se publica por ahí? ¿No has visto que, de un tiempo a esta parte, tu nombre aparece asociado al mío?


Pedro no leía lo que publicaban; no tenía tiempo. Para eso estaba Andy, su agente literario. Y visto lo visto, tendría que hablar seriamente con él.


Ahora entendía el enfado de Paula. Su exmujer siempre había sido tímida, y la presión de los medios sería demasiado para ella.


Pedro se sintió culpable y extendió una mano sin más intención que tocarle el brazo y tranquilizarla un poco; pero Paula dio un paso atrás y él recordó que ya no tenía derecho a tocarla.


—Me temo que no puedo hacer gran cosa por impedirlo, Paula. Estuvimos casados y la gente lo sabe.


Ella suspiró.


—Siento que te hayan molestado por mi culpa —continuó—. Espero que pase pronto, pero sobra decir que lo entenderé si decides aprovechar la situación para sacar dinero a los medios.


—No quiero sacarles nada. Solo quiero que me dejen en paz —afirmó ella—. Ya han dañado mi carrera, y si insisten…


—¿Tu carrera?


—Bueno, sé que nunca me prestaste mucha atención, pero deberías recordar que yo también tengo un trabajo.


Pedro lo recordaba demasiado bien. Paula se había mudado a Albany y le había pedido el divorcio porque su carrera era lo más importante para ella.


El recuerdo le resultaba tan amargo que habló con más frialdad de la que pretendía:
—No entiendo que un poco de fama pueda dañar tu carrera.


Paula apretó los dientes.


—Te recuerdo que soy psicóloga y que estoy especializada en terapia matrimonial.


Él arqueó las cejas y rompió a reír.


Pedro suspiró.


—Sí, sí, soy muy consciente de la ironía. Y también lo son todos los tipos que se ponen en contacto conmigo para que les hable de ti —insistió ella—. Pero soy una buena psicóloga y tenía una buena reputación… hasta ahora.


—Sigo sin entenderlo.


—Intentaré ser más clara. La prensa no me deja en paz. Llaman a mi despacho y a mi casa a todas horas; inundan mi correo electrónico e incluso se han hecho pasar por pacientes interesados en una terapia.


—Ya veo.


—Eso lo podía soportar, pero de repente, han empezado a presionar a los clientes de la clínica donde trabajo, con las consiguientes molestias para ellos y para nosotros. Además, las conjeturas de los medios sobre nuestro matrimonio han servido para que la gente me considere una especie de arpía psicótica. Ya no confían en mi capacidad como terapeuta matrimonial.


Paula respiró hondo y continuó:
—Ah, casi lo olvidaba. Mi jefa me ha ordenado que me tome unas vacaciones porque todo esto destroza la reputación de la clínica. Muchas gracias, Pedro. Has destrozado mi vida. Por segunda vez.


Pedro estuvo a punto de responder con dureza; desde su punto de vista, no era él quien había destrozado la vida de Paula la primera vez, sino ella quien había destrozado la suya. Pero era agua pasada y, por otra parte, Pedro tenía corazón. Incluso con su exmujer.


—No lo sabía. Si quieres, intentaré solventar el problema… podría aclarar públicamente que tú y yo estuvimos casados hace mucho tiempo y que mi libro no tiene nada que ver con nuestra antigua relación.


Paula se relajó un poco.


—Es un principio, pero no creo que sirva de nada.


Él se sintió frustrado.


—Entonces, ¿qué diablos quieres que haga?


Paula no encontró una respuesta.


La rabia y la indignación la habían empujado a hablar con su exmarido, pero ahora, lamentaba haberse dejado dominar por sus emociones.


Además, su discurso sobre las actitudes positivas en los enfrentamientos no le había servido de nada. A la hora de la verdad, se había comportado de forma tan irracional como los pacientes de sus terapias.


Si la doctora Weiss la hubiera visto, la habría enviado de vuelta a la Facultad de Psicología, para que volviera a estudiar toda la carrera.


En ese momento, comprendió que no estaba preparada para enfrentarse a Pedro; por lo menos, cara a cara. Años atrás, se había cambiado de ciudad para no encontrarse por la calle con su exmarido, pero se volvió tan famoso que no podía ir a ninguna parte sin verlo en las revistas, en los carteles y hasta en la publicidad de los autobuses.


Con el tiempo, aprendió a hacer caso omiso y a seguir adelante con su vida. Sin embargo, era evidente que no había aprendido a estar con él en la misma habitación.


El alto y delgado cuerpo de Pedro daba la impresión de ocupar todo el espacio; sus pulmones parecían consumir todo el oxígeno; su energía era tan intensa que la sentía en la piel y su aroma la estaba volviendo loca.


Sabía lo que pasaba y no le gustó en absoluto.


Aquellos ojos marrones, aquel cabello negro y aquellas manos extrañamente elegantes para un hombre tan masculino, despertaban su apetito sexual.


Era un descubrimiento terriblemente injusto después de tantos años. Pedro todavía tenía poder sobre ella. Y por lo visto, ella no tenía ninguno sobre él.


De haber podido, se habría escondido debajo de una piedra y no habría salido en cinco años. Se sentía muy avergonzada; por desear a Pedro y por haberse comportado como una histérica cuando él solo intentaba ser razonable.


—¿Qué quieres que haga?


La repetición de la pregunta le hizo sentirse más ridícula que antes. Había cometido un error al despreciar el consejo de Julia.


—¿Y bien, Paupy?


A Paula no le gustó que la llamara Paupy, como en los viejos tiempos; le recordaba cosas que prefería mantener en el olvido. Pero a pesar de ello, bajó los hombros y suspiró, derrotada.


—Lo siento, no debería haber venido. Será mejor que me vaya.


La situación le parecía tan absurda que soltó una carcajada y añadió:
—No puedo decir que me alegre de verte, pero tampoco quiero marcharme sin felicitarte por tu éxito.


Pedro la miró con extrañeza y asintió.


—Adiós, Pedro. Y buena suerte.


Paula le ofreció la mano y Pedro se la estrechó. Solo fue un momento, pero bastó para que ella sintiera una descarga de electricidad.


—Lo mismo digo, Paupy.


Ella se dio la vuelta. Al salir de la habitación, empujó la puerta con tanta fuerza que estuvo a punto de golpear a Andyy, que estaba detrás.


—¿Qué? ¿Escuchando las conversaciones ajenas? —preguntó ella.


Andy se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa que, obviamente, habría practicado muchas veces delante del espejo.


—No deberías tomártelo de forma personal, Paula —dijo el agente—. Esto solo es un negocio. Solo eso.


Paula fingió considerar sus palabras antes de hablar.


—Solo eso —repitió ella—. Sí, tal vez tengas razón… pero cuando no formas parte de ese negocio, apesta.







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